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El derecho de hacer el ridículo, por Ramón Hernández

El ridículo y la estupidez son las facturas humanas mejor repartidas en toda la humanidad. Una y otra han sido estudiadas por grandes hombres, por expertos y pensadores, sin ser ajenos a cometerlas. Hacer el ridículo ha constituido un estilo de hacer política en los últimos 20 años, aunque nadie ha estado exceptuado de chanzas y burlas después de un patinazo o chinazo. Otro renglón que también es bastante popular es la cursilería, pero afortunadamente ha quedado restringido a unos pocos estamentos de la sociedad y a uno solo del poder: los militares, especialmente en los discursos y actos que requieren más sensatez y seriedad.

Cuando Albert Rivera anunció que venía a Venezuela, los transistores y demás circuitos del PSUV-CVT registraron un estremecimiento con amagos de movimiento telúrico. Muchos creyeron que el mazo del capitán se había caído y vuelto polvo cósmico. Muchos apostaron que era la rabia contenida, pero no hubo quienes asumieron el riesgo y pusieron sobre la mesa que se trataba de un pedo, un flato intestinal. Hasta ahí.

Rivera ni siquiera tiene la doble nacionalidad. Es un españolito, natural de Barcelona, presidente de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía desde su fundación, diputado del Parlamento de Cataluña de 2006 a 2015 y actualmente diputado en el Congreso de los Diputados desde las elecciones generales de 2015. Nada que temer no es James Bond ni mucho menos el detective Pepe Carvalho, el protagonista de las novelas y relatos de ficción escritos por Manuel Vázquez Montalbán, en el que se burlaba de la izquierda, la canalla y la supercanalla. Simplemente un demócrata a quien le preocupan los derechos humanos y que apeló a modos escandalosos para hacerse sentir, pero sin metralla. No es el joven sindicalista Lech Walesa ni el Ronald Reagan de la “guerra de las galaxias”, demoledores ambos del imperio soviético.

El capitán no activo y diputado, un oxímoron que solo es posible en revolución, tan pronto se enteró de que Rivera tenía el boleto comprado y reservado su asiento –sabía hasta que número y letra, también color del maletín de mano­ por informes de unos de sus sapos patriotas cooperantes– no pudo contenerse. No buscaba los aplausos de los militares ahí presentes, unos uniformados de verde y otros de rojo, pero fue estruendoso el clap clap clap tan pronto anunció la orden de no permitir la entrada de Rivera: “Las autoridades migratorias no pueden permitir que venga un irresponsable a conspirar, a reunirse con la oposición”.

Rivera entró sin problemas. Le sellaron su pasaporte sin problemas. Recogió sus maletas sin problemas. Las pasó por la aduana sin problemas y subió ídem a Caracas. Habló con todos los que quiso hablar e intervino en la sesión de la Asamblea Nacional. No dijo nada que no supiéramos. Quiso visitar y hablar con los presos políticos de más figuración: Alfredo Ledezma, Leopoldo López y Daniel Ceballos, pero se lo impidieron. No demolió Ramo Verde ni dijo nada que Eleazar Díaz Rangel y el resto de la prensa oficialista pudieran sacar de contexto para acusarlo de terrorista e instara a un comando del Sebin a enterrarlo en “La Tumba”. Una visita inocua, quizás Alejandro Sanz, Rubén Blades y hasta el primoroso Miguel Bosé habrían sido más punzantes, demoledore y ácidos.

Tan pronto Rivera guardó sus corotos y se despidió de la afición, que la tiene, y le desearon buen viaje, siempre se agradece cualquier apoyo por débil que sea, el capitán, como si sufriera de amnesia selectiva, espetó que el presidente de Ciudadanos había venido a hacer el ridículo y había sacado veinte. Nada dijo sobre por qué no obedecieron su orden de impedirle la entrada. Quienes también fueron exitosos, pero en otra entrada, fueron los pranes de la Penitenciaría General de Venezuela, a quienes les querían imponer trabas en la visita conyugal del miércoles 25 de mayo.

Sin alardes y sin aplausos de los conmilitones, cero bulla, tomaron como rehenes a un capitán, qué casualidad, y a tres sargentos de la GNB y los amenazaron con matarlos si les impedían que entraran carros y motos con sus familiares al recinto carcelario. Como los militares estaban renuentes, les mostraron sus argumento para hacer buenas sus peticiones: fusiles automáticos, pistolas, revólveres, escopetas recortadas, granadas y lanza misiles AT4, de los mismos que Hugo Chávez mostraba todas las veces que clamaba otro intento frustrado de magnicidio. Tras casi una hora de negociaciones la situación se tornó incontrolable y el capitán, en vista del peligro inminente de perder la vida, al igual que los tres sargentos, accedió a la exigencia de los “líderes negativos”. Permitió que los vehículos y motos entraran al penal y todo solucionado.

La noticia no apareció en el Diario Vea ni esa noche hubo comentarios al respecto en el espacio televisivo dedicado al mazo y demás filosofías de los tiempos de Trucutú en las cavernas de Guzilandia.

En el libro el Elogio a la locura, que sabemos no es lectura en la Academia Militar ni es recomendado en los demás estudios castrenses, Erasmo de Rotterdam se vale de las disfunciones de la loca de la casa para referirse a los humanos que se creen dioses y no aceptan que su poder transitorio y fugaz no los hace gigantes ni infalibles, tampoco seres felices. Erasmo no llegó a lucubrar sobre la existencia de un aparato tan destructor de vanidades y engreimientos como la televisión, que no admite que la estupidez y el ridículo pasen inadvertidos; se quedó en la travesura de burlarse de los necios y de los pícaros que presumen de sabios y de mandamases. Vendo fábrica de prestigio y maquillador de ideas, se lleva gratis el libro Hambre de Knut Hamsun, premio Nobel de literatura 1920.

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