Judicial

El enemigo interior, por Javier Ignacio Mayorca

A partir del lunes 6 de junio fueron convocadas reuniones en los cuarteles de algunos estados del centro y del sur del país para analizar lo que llamaron “actividad enemiga contra la Fuerza Armada Nacional Bolivariana”.

Los llamados a asistir –de manera obligatoria- eran comandantes y subcomandantes de todas las unidades militares en esas regiones. Los conferencistas no serían sociólogos ni internacionalistas sino integrantes de la Dirección de Contrainteligencia Militar, quienes explicarían su particular visión sobre las “amenazas que se están presentado en el país”.

Como podemos sospechar, estas son nuevas sesiones de adoctrinamiento, dirigidas precisamente a uno de los sectores más descontentos dentro de la institución militar, que son los llamados “comacates”, es decir, los comandantes, los mayores, los capitanes y los tenientes. El mismo sector en el que se gestó la asonada del 4 de febrero de 1992.

Desde una lógica estrictamente generacional, uno supondría que esta oficialidad debería estar plegada a pies juntillas a los dictados del presidente Maduro, quien a través del Ministro de la Defensa no ha escatimado esfuerzos ni recursos para mantener vivo el recuerdo del Comandante Supremo y Eterno. En este imaginario, él se presenta como el heredero de las lealtades  y continuador de la revolución en la que precisamente se formaron y crecieron estos oficiales.

Pero este sector paulatinamente se ha dado cuenta de la vaciedad de un discurso que asimila toda oposición al régimen con supuestos complots urdidos desde el exterior (en el Comado Sur, Washington, la OEA, Bogotá o todos juntos) y ejecutados en el país por opositores al Gobierno, tal y como lo sugiere el decreto de suspensión de garantías constitucionales y emergencia económica. Y no porque ese contingente de militares sea especialmente sagaz, sino porque en torno a ellos está ocurriendo lo que Vladimir Petit (autor del libro Chávez y la perversión del Ejército) describió en una reciente conversación como “la revolución de las familias”: a las esposas, padres, madres, abuelas, hijos y allegados simplemente ya no les alcanza lo que ganan para vivir. Y señalan cada vez con más insistencia al actual régimen por el deterioro de su calidad de vida.

Esto ocasiona en los profesionales de armas enormes disonancias, amplificadas cuando se dan cuenta de que no hay un “legado” defendible, inspirador de orgullos. Esa declaración del general Clíver Alcalá sobre la forma como votaría en un revocatorio es de gran significación.

Pero el Gobierno ha mantenido desde 2014 un peligroso discurso de cuarteles adentro, que ha abierto rendijas en la doctrina constitucional para que los militares eventualmente apunten sus armas contra otros venezolanos, por el simple hecho de que protestan en las calles.

Esas brechas comenzaron a ser cavadas a finales de 2014 con la aprobación de la resolución 8610 del Ministerio de la Defensa, que contempla la posibilidad del uso de armas de fuego contra manifestantes en determinadas circunstancias. La norma ministerial debe ser leída en un contexto que poco a poco ha sido configurado, en la medida en que se filtran hasta el resto de la opinión pública los informes, planes operativos y basamentos de la llamada “nueva doctrina militar” que da origen a la noción de la “guerra popular prolongada”, y que fue elaborada incluso antes de que se conociera la referida orden ministerial.

Desde entonces, la actual cúpula militar ha avanzado en la formación de cuadros para responder a este escenario, donde las principales amenazas están configuradas por grupos de venezolanos, supuestamente aliados con fuerzas extranjeras para deponer al actual Presidente.

Ese es el conflicto de “baja intensidad” al que se refirió el general Padrino en recientes declaraciones. Hay por lo tanto la intención de modelar en la percepción de las tropas la noción de un enemigo interno, que se mimetiza entre los ciudadanos que protestan porque no les llegan alimentos, porque no se calan las arbitrariedades de los Claps porque les cortaron la luz y perdieron la comida.

Esto ha ocasionado que, a pesar de las resistencias internas, paulatinamente cambie la conducta de la fuerza pública regida por el gobierno nacional.

Hasta 2014 los militares y oficiales de la Policía Nacional tuvieron un tratamiento diferenciado hacia las protestas callejeras en atención a su naturaleza. Si eran políticas, como las de La Salida, prácticamente se valía todo. Desde la infiltración hasta la instigación, el espionaje y la tortura. Pero si se trataba de una protesta social la acción de los cuerpos de seguridad era distinta. Predominaba el diálogo y la disuasión. Y si las cosas derivaban en desórdenes y saqueos las tácticas militares eran de contención, para que los daños no se extendieran a otras partes.

El giro comenzó a percibirse después. Desde finales de 2015 comenzaron las quejas de personas que eran maltratadas por guardias nacionales porque simplemente se quejaban de las prolongadas esperas frente a los comercios. Esa no era la acción de un guardia alocado. Era el efecto de la implantación de la nueva doctrina. Lo que para la ciudadanía era una clara injusticia, para los militares que la ejecutaban era una orden que pretendía salvar al Estado de la “guerra económica” protagonizada por una supuesta oligarquía apátrida.

¿Cuál tendencia se impondrá en los cuarteles? ¿La revolución de las familias o el combate al enemigo interno? No se sabe. Si la Fuerza Armada es un reflejo del país, actualmente la mayoría se inclinaría hacia un cambio de régimen. Algo de esto se pudo percibir durante la última operación República, en diciembre de 2015. Pero eso no quiere decir que los militares defenderán a la oposición. Eventualmente, incluso, podrían dispararle.

Es el reflejo de un país fracturado.

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