Actualidad Nacional

País fallido, por Ramón Hernández

Por Ramón Hernández

El venezolano que vive en las zonas urbanas y que pertenece a ese 18% que hace malabarismos con el dinero y puede llevar algunos a la nevera y a la alacena prefiere no ver las fotografías y videos de quienes escarban en la basura en su lucha desesperada contra el hambre. Saben que no es la manera de espantar el futuro, que es tan inútil como no visitar los cementerios para no encontrarse con la muerte. Un corrientazo les recorre las vértebras ciudades y les entra como un ahogo que les oprime el pecho y les nubla los sentidos. Todavía no es tiempo de mango, apenas están floreciendo.

No hay sorpresa. Lo que venía y desafortunadamente llegó lo sabíamos desde antes de la cadena de radio y televisión, transmitida desde el Palacio de Miraflores, en la que Hugo Chávez se regodeaba anunciando la siembra de arroz, en sociedad con una empresa vietnamita, en lo que una vez fue el hato El Frío y que dentro de su plan de pulverización de la producción nacional denominó Empresa Socialista Agroecológica Marisela.

Ese día Giordani lloró, sintió que estaba entrando al paraíso, que ese tractor que iba y venía en la pantalla no era un efecto cinematográfico, sino el comienzo del socialismo. Su posgrado en Planificación en desarrollo no le sirvió para entender que si bien ahí se podía sembrar arroz, sus costos de producción no lo hacían rentable, que por la acidez del suelo de esa zona ese cultivo estaba contraindicado. Tan seguro como el perito Lysenko, habló de soberanía alimentaria, pero se cuidó de no nombrar el derroche en que terminó el eje Orinoco Apure ni el monumental fracaso de los cultivos colectivos.

Pese a las muchas advertencias de expertos y asomados, el teniente coronel prefirió escuchar el dulce embeleco de las cifras con que lo encantaban Elías Jaua y su carnal Juan Carlos Loyo, que sin quitarse la pistola del cinto, no dejaba de pronunciar la palabra tonelada. Cosechas asombrosas de leguminosas, hortalizas, legumbres y cereales en tierras que antes estaban en manos de burgueses y aspirantes a oligarcas. Las cifras las multiplicaban al infinito sin que las afectara la sequía, las inundaciones, las plagas animales y vegetales o un incontrolable incendio voraz.

Expropiaron granjas, fincas, fundos, haciendas, conucos, potreros y hasta cauces de agua. Demolieron barracones, asaron terneras los domingos y fiestas de guardar, repartieron cachamas, remataron los chigüires, negociaron con los mataderos para que les recibieran de madrugada y sin preguntar las reses a mitad de precio y acabaron hasta con el queso, pero nunca mostraron un kilo de arroz ni se le vio la cara a un vietnamita. Ahí empezó la hambruna que no acaba.

Jorge Giordani, el técnico electricista que nunca puso un bombillo y que jamás pudo arreglar un teléfono a pesar de que la Cantv lo mantuvo más de una década, se hizo fama de marxista, pero nunca llegó más allá de ser un comunista de oídas, militante de salón, y poco dado a sudar la frente. Su sustrato ideológico lo obtuvo del anecdotario del padre, sargento jefe de una cuadrilla de fusilamiento que disciplinaba republicanos en la guerra civil española, que en Venezuela, tierra de milagros, devino en «ingegnere costruttore» en los tiempos de Pérez Jiménez.

Giordani fue el que presentó el plan de regulación de precios y ganancias de los productos esenciales, el comienzo de la catástrofe. Ante la inflación desbocada y consecuencia de la política rentista en marcha, el país embobado aplaudió los controles de precios y la presunta lucha contra la especulación. A los negocios intervenidos le decomisaban la mercancía y las vendían a precios populares. No solo quebraron pequeñas y medianas fábricas sino también mayoristas y minoristas de todo tamaño, mientras se alentaba al bachaquero.

Llegó marzo de 2017 y Venezuela no es un país potencia como ofreció uno y otro. De Pdvsa no queda ni el cascarón y el Estado debe imprimir billetes sin respaldo para cubrir la nómina. A la banca internacional se le deben cifras que triplican la deuda externa que causó tantos problemas en la década de los ochenta, pero el presidente Nicolás Maduro, que se desentiende de los niños desnutridos y de los enfermos que mueren por falta de medicinas o de insumos y equipos en los hospitales públicos, saca un millardito de bolívares para que los pobres celebren el carnaval, y los justifica: Son de los impuestos que pagan los consumidores y los asalariados; el IVA que nos cobran en el supermercado, en la farmacia y en la barbería.

Venezuela es el último de la fila, no construyó el socialismo, por supuesto, y volvió sereta el poco capitalismo que había podido desarrollar. Mientras el hambre se expande nadie propone una medida extrema o una acción desesperada que detenga la caída. Ilusionados, apendejecidos todos, esperan que el precio del petróleo suba. Ya lo dijo Nicolás contento: “Pronto llegará a 50 dólares el barril”. Vendo librito amarillo “que sirve para todo”.

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