Actualidad Nacional

Oro dulce y caña amarga, por Ramón Hernández

En la década de los años sesenta, cuando se pretendió que el país escogiera entre votos y balas, un gramo de oro costaba 4,50 en cualquier joyería de la avenida Urdaneta, unos céntimos más que un dólar, que a precios de hoy serían 0,0045 bolívares, si no tomáramos en cuenta la devaluación ni ninguno de los artificios monetarios de los últimos años. Un papelón costaba un bolívar, o menos, y un kilo de azúcar en el Mercado Periférico de Catia podía variar entre siete lochas y real y medio.

El cultivo de la caña de azúcar comenzó en América después del segundo viaje de Cristóbal Colón y fue en la Isla La Española donde se instalaron los primeros trapiches para moler la caña y fabricar papelones y panelas que se llevaban a España, no era para consumo de los indígenas, igual que el poco oro que encontraron después de haberse vuelto locos con los hallazgos de pirita.

El 12 de julio pasado el gobierno fijo el precio del kilo de azúcar en 380 bolívares el kilo, que había estado congelado desde febrero de 2015 en 26,57 bolívares, pese a que todas las cifras demostraban que los 10 centrales azucareros en manos del Estado y los 6 privados trabajaban a pérdida, que cada día procesaban menos toneladas y muchos se mantenían cerrados por falta de repuestos o el escaso arrime de caña.

Este año fue el peor de todos. Las cifras son escandalosas. La pérdida de cosechas por falta de insumos, deterioro de la maquinaria, plagas y falta de transporte sobrepasó los cálculos más pesimistas. Es la repetición de lo que ocurrió en Cuba a partir de 1959, un país que hasta la llegada del castrismo al poder exhibía cifras de producción y calidad que asombraban al mundo, especialmente después de que el dictador Leónidas Trujillo se apoderó del sector azucarero en la República Dominicana.

El azúcar es un endulzante, un proveedor de calorías y un preservante. Por mucho tiempo los productores y comercializadoras mantuvieron en Venezuela una campaña en los medios de comunicación impresos y radioeléctricos para estimular el consumo de azúcar con el eslogan “Los jóvenes necesitan más azúcar”. Quizás por simple mercantilismo o por ignorancia descartaron las consecuencias que sobre la salud pública podría tener el excesivo consumo de azúcares refinados. Si bien la glucosa es fundamental para el buen funcionamiento del sistema nervioso central, especialmente del cerebro, conlleva graves peligros.

El venezolano utiliza más azúcar que sus iguales latinoamericanos y en eso sí se parece bastante al cubano. Hasta los refrescos industriales tienen un punto más de azúcar. Ocurre con los jugos procesados y hasta con las tortas, pero también le agregan azúcar al pan, a la sopa, a las caraotas; las hallacas no son caraqueñas si el guiso no lleva una buena porción de papelón, bastante ají dulce y encurtidos.

Con el decline de la producción desde el año 2001, el azúcar se ha convertido en un producto de lujo en la mesa y en la cocina. De cafeterías obsequiosas que mantenían a la mano del cliente abundantes bolsitas de tres gramos o dispensadores generosos, hemos llegado a la total escasez. No hay café ni azúcar, los postres son inasequibles; es imposible preparar batidos y merengadas, y hasta las empanadas saben distinto, desabridas, sin la pizca de azúcar en la masa. La quiebra avanza en las industrias pasteleras, galleteras, de mermeladas y refrescos; y las siembras de mora y de fresas. Ni las recogen. Sin azúcar pocos las quieren.

La respuesta del gobierno ante tanta escasez y penuria no se limita a echarle la culpa a la “guerra económica” —nunca al modelo económico que pretende imponer—, sino que también acude a una frase incompleta, pero sobre todo falsa, con la que se ha justificado desde 1917 la imposibilidad de aplicar la utopía marxista-leninista a la cotidianidad: “Hacer la revolución nunca ha sido fácil”.

Siempre ha sido imposible y lo será. No importa de qué tamaño sean los sacrificios que se le exijan a la población ni la crueldad que apliquen en la “reeducación”, la producción del “hombre nuevo” y en la imposición de un modo de vida sin libertad. La utopía será utopía, nunca tendrá fin. Es un cuento que solo rinde beneficio a los gobernantes sin escrúpulos. Lo único cierto de la revolución es el hambre trae y la corrupción de los gobernantes.

No hay distribución equitativa de la riqueza, ni reparto igualitario de las cargas, ni nadie lava un carro alquilado. El Estado ha fracasado en la producción de azúcar, en la molienda de caña y en la elaboración de papelón.  Tampoco sabe tostar café ni hacer chocolate espeso. Después de que Pdvsa corrió la misma suerte que los grandes ingenios azucareros cubanos, que pasó a manos de los burócratas, la ruina del país ha sido tan real como la puntualidad del amanecer, con todas sus indeseables consecuencias: hambre, penuria y enfermedades.

Sin azúcar comunidades como Bailadores, en Mérida; La Colonia Tovar, en Aragua, y San Joaquín, en Carabobo, están condenadas al bien morir, aunque el proceso de extracción del azúcar de la caña dulce sea tan elemental y simple como el que trajo Colón en 1493. Es imposible preparar las fresas en almíbar que hicieron famoso al pueblo merideño, la mermelada de fresa y moras que dan tanto empleo a los colonieros o las panelas que antes ofrecían en la autopista que lleva a Valencia. Tampoco las galletas de mantequilla que son un distintivo del emprendimiento de los descendientes alemanes.

Fue suspendida o está en receso la producción de refrescos y los buhoneros ya no ofrecen Susy ni Cocosette en el tráfico caraqueño. Y lo peor, ya nadie aventura a decir que si se queda desempleado se pone a elaborar tortas o empanadas. Sin trabajo y sin azúcar el futuro más que negro es amargo, de hambre.

No es fácil querer revolución si por 900 gramos de papelón molido hay que pagar 4.280 bolívares, el precio oficial, un millón de veces más que un gramos de oro en 1960, un tercio del salario mínimo. Compro trapiche y siembra de caña libre de marxistas trasnochados.

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