Carros de segunda mano y huevos de primera, por Ramón Hernández
Por mucho tiempo Venezuela fue el principal proveedor de petróleo de Estados Unidos. Además de seguro era confiable, las dos palabras en que se fundamentan los tratos provechosos. Aun cuando el precio del barril era muy bajo, en comparación con los valores que se conocieron en la primera década de este siglo, y los rangos de producción eran pequeños con respeto a la eficiencia que hoy se obtienen un pozo, tener una moneda dura, 3,30 por dólar, les permitía a los venezolanos darse unos lujos que hasta los neoyorkinos envidiaban. Por ahí andan algunas fotos de señoras luciendo abrigos de visón en una que otra recepción en los campos de Cabimas y en los saraos de Maracaibo.
Entonces, como ahora en el gobierno, había pocos economistas en el país y por las decisiones que aconsejaban se deduce que comprendían poco los problemas de su especialidad. El siglo XX llegó con bastante retraso y todavía quedaban rasgos de la población hambrienta y palúdica que dejaron las guerras del siglo anterior, cada una más salvaje y sangrienta que la otra. A la carrera por construir país —hospitales, carreteras, puentes, acueductos, cloacas, escuelas y universidades— le convenía una moneda fuerte. Abarataba las importaciones, pero condenaba a la ruina la producción agrícola y pecuaria, también a la tímida industria manufacturera.
Derrocada en 1958 la dictadura militar comandada por el general Marcos Pérez Jiménez y sin que todavía se asomara en el horizonte político el espejismo de Cuba liberada, los mercados libres y periféricos, y mucho más los comisariatos de las compañías petroleras, se encontraban bien abastecidos. No solo de T-bone Steak, sino también latas de Toddy, leche en polvo de todas las marcas y tamaño, y cartones y cartones de huevos blancos con un sello en la punta, que costaba 2,80 bolívares, poco menos de un dólar al cambio oficial.
Con las ideas socializantes de Raúl Prebish, que proponía la sustitución de importaciones como la manera edulcorada de disminuir la dependencia y con la ilusión de crear empleo, los venezolanos sufrieron otra vez el noviciado y a cambio de un florecimiento industrial presunto debieron pagar más por los mismos productos pero ahora venían dentro de una lata o empaque con la etiqueta Hecho en Venezuela, tres palabras que se encontraban juntas muy pocas veces en el paisaje nacional.
Fueron los huevos los que primero subieron de precio. De una semana a otra empezaron a cobrar 3,20; y hasta 3,50 si eran marrones, la manera que había de distinguir los criollos de los importados. Algo absolutamente falso, pero el venezolano tiene sembrado en el ADN que detesta los huevos blancos. Mientras las granjas avícolas se asentaban, no pocos avispados buscaban la manera de borrarle el sellito a los importados y venderlos más caros como producto nacional, también como más frescos. Los otros venían por barco.
Entonces era común que la clase media cambiara el carro todos los años, lo que generaba un importante mercado de automóviles de segunda mano al alcance de los pobres pero honrados. Lo normal era que al salir de la agencia el vehículo perdiera hasta 50% de su valor, lo contrario de lo que ocurre en el socialismo, y que los trabajadores y obreros con algo de tesón y ahorro podían adquirir su carrito, el sueño americano; la casa de platabanda era la realización completa.
En 1961, una camioneta Ford, ranchera de 8 cilindros y 3 velocidades, del año 1953, podía conseguirse por 3.200 bolívares, poco más de la mitad de lo que costaba un Volkswagen escarabajo, de 4 cilindros, nuevo, “de paquete”. Han pasado 56 años, casi 2 generaciones de venezolanos y después de la montaña rusa económica a la que han sometido la moneda, siempre en función de sacarle más provecho a la renta petrolera, con el dinero que antes se compraba un vehículo en buenas condiciones, ahora no alcanza para llevar a la casa un cartón de huevos —¿criollos?—, tampoco una panela de papelón. El fracaso es peor de lo imaginado. Ay, comandante, mande a parar.
Los cálculos de los economistas, ese sector del conocimiento que el chavismo persigue con la misma rabia que agrede a médicos, periodistas y científicos, dicen que en los últimos 17 años han ingresado al país más de un billón y medio de dólares, tanto por petróleo como por deuda externa. Las cifras de Jorge Giordani, el técnico superior en electrónica que convirtió en menos que un impulso eléctrico el próspero sector financiero venezolano, indican que más de 600 millardos de dólares que fueron asignados teóricamente para la adquisición de alimentos, materia prima, maquinarias, medicinas, tecnología y otros bienes imprescindibles los manejaron empresas de maletín, que no son sucursales de transnacionales, sino mamparas de funcionarios, capitostes del PSUV, militares con poder —no todos lo tienen— y amigos cubanos que están en la movida, en el “ñemeo”. Y no llegó nada de lo que “compraron”, quizás agua salada.
El desfalco tiene ribetes de saqueo generalizado. El país, sus fondos públicos y privados, ha devenido en inmenso botín mientras su población languidece de hambre y enfermedades —niños famélicos que mueren de diarrea y otros males gastrointestinales que se curan con un sobrecito que vale menos de cinco centavos de dólar en el mercado internacional—, sin importar que sean los “dueños” de las mayores reservas petroleras del mundo y posean ingentes recursos mineros y acuíferos, un inmenso mar de infinitas posibilidades pesqueras y turísticas, entre otras muchas opciones productivas.
Sometidos a la peregrinación de una ideología fracasada, los gobernantes han respondido con más controles en la distribución y más injerencia en los procesos de producción. El fracaso será peor, ahora con el fusil al hombro y el estómago vacío. Permuto un litro de kerosén por medio vaso de leche, también acepto chicha industrial.