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Murió Bernardo Provenzano, antiguo capo de la «Cosa Nostra»

Bernardo Provenzano, apodado «el Tractor», que fue el jefe supremo de la Cosa Nostra, la Mafia siciliana, murió este miércoles en prisión a los 83 años tras una vida rodeada de misterios, acoso y violencia.

El antiguo jefe criminal se encontraba internado en el hospital de San Paolo en Milán (norte de Italia), donde era tratado por un cáncer diagnosticado hace varios años.

Provenzano fue detenido en 2006 tras 30 años en la clandestinidad. Encarcelado desde entonces en un régimen de alta seguridad tras varias condenas a perpetuidad, el jefe mafioso ingresó en el hospital en abril de 2014.

Nacido en 1933 en Corleone (Sicilia), bastión histórico de la Cosa Nostra, Provenzano ascendió poco a poco en los escalones de la mafia hasta llegar a su «cumbre».

En la clandestinidad desde principios de los años 1970, participó en las decisiones más importantes de la cúpula mafiosa como mano derecha de Toto Riina, el jefe histórico arrestado en 1993, al que sustituyó a partir de entonces.

Ambos eran Corleones, es decir miembros de el clan que dirigió la mafia siciliana con mano de hierro durante más de dos décadas.

Considerado el último representante de la ‘aristocracia’ mafiosa insular, desde la clandestinidad ordenó matanzas, lanzar amenazas, controlar tráficos y rezar a Dios.

Traicionado por sus célebres «pizzini», los pequeños papeles donde escribía a máquina sus órdenes a toda Sicilia, Provenzano gozaba de una gran red de colaboradores leales que le garantizó una cama limpia y comida caliente en cualquier rincón de la isla durante todo ese tiempo.

Empezó como simple soldado del temido Luciano Liggio, el capo indiscutible del Clan de los Corleones en los años 1960, un criminal legendario que inspiró la novela de Mario Puzzo «El Padrino» y luego los míticos filmes de Francis Ford Coppola.

«Hombre de Dios»

«Binnu’ u tratturi» («Benito, el Tractor») fue detenido en abril de 2006 en una finca medio abandonada de las afueras de Corleone. En ese momento se encontraba desarmado a pesar de haber sido un eximio tirador.

Pero cuando era joven Luciano Liggio lo menospreciaba «porque disparaba como Dios pero tenía cerebro de pollo», decía.

En los últimos tiempos de clandestinidad las únicas armas que cargaba eran su vieja máquina de escribir Brother, con la que escribía sus pequeños papeles, y un diccionario de italiano para hacerse entender por las nuevas generaciones que no conocen el dialecto siciliano.

Provenzano manejó con mano dura un ejército de ‘mandaderos’ obedientes y no utilizaba teléfono ni ordenador ni nada que la policía pudiera descubrir con medios técnicos.

Hace más de diez años, en su escondrijo fueron encontradas cinco biblias, con anotaciones y subrayados. Junto a su cama se encontraba el retrato de Padre Pío, el santo venerado por los italianos por sus estigmas, un rosario de madera y varias imágenes de Cristo y de vírgenes.

En aquella época, el capo mafioso de otros tiempos se reunía todas las semanas con un sacerdote para confesarse y hablar de religión, y vivía como cualquier humilde campesino siciliano entre ovejas, barro y ricota en una casucha de piedra de una sola planta.

Sin embargo, Provenzano llegó a ser el hombre más poderoso de la mayor organización criminal de Europa, y era quien garantizaba el equilibrio entre diferentes intereses, a veces en conflicto.

En sus últimos años «en activo» la policía le había incautado unos 6.000 millones de euros fruto de su meticulosa labor.

Heredero de Riina, «jefe de todos los jefes», detenido en 1993 probablemente con su aprobación, Provenzano supo calibrar brutalidad con diplomacia, sobriedad con riqueza y transformar la Cosa Nostra en una empresa moderna.

Extendió sus tentáculos a las licitaciones públicas, practicó con rigor la recaudación del «pizzo», el impuesto extorsivo que pagaban religiosamente los comerciantes, y sobre todo se inmiscuyó a fondo en el millonario tráfico de drogas.

En la cárcel de máxima de seguridad de Terni, en Umbría (centro de Italia), a pesar de su rostro ablandado y pálido, el padrino mantuvo un silencio obstinado de «lobo solitario».

Sufría de diabetes, y un año antes de su detención fue operado de un tumor de la próstata en Marsella (Francia), lo que paradójicamente fue pagado por el estado italiano.

«Será primero juzgado por la sociedad y luego por Dios«, había dicho entonces el cardenal siciliano Salvatore Pappalardo.

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