La vida se instaló en mi casa
Yo tenía apenas dos años cuando Alfred Hitler en Alemania es elegido Canciller en enero de 1933 y en el seno de mi familia algo tuvo que saberse de lo que allí ocurría porque Liliam, mi hermana, que murió el mismo año de mi nacimiento, estuvo casada con un alemán llamado Rodolfo Gerbes que secuestró a sus dos hijos varones, tan niños como yo, y los llevó a Alemania donde los esperaban el propio Hitler aferrado al nazismo, una espantosa Guerra Mundial y las abominaciones del Holocausto.
Pero no eran nazis las familias caraqueñas que escuchaban con oídos distantes asuntos de una guerra aún mas distante que no mencionaba en ningún momento la existencia de campos de exterminio. Los lectores de los periódicos estaban al tanto de la ofensiva militar alemana y los políticos «descubrieron» una «quinta columna» integrada por alemanes residentes en Venezuela o germanófilos considerados como presuntos agentes de espionaje o simples enemigos objetos de extorsión. Gerbes, que no era nazi sino alemán y, además, viudo desconsolado, desertó del país venezolano y buscó vida en su lugar natal. No le fue mal entre nosotros porque el barco que con rumbo al Brasil lo aventaba de los estragos de la Guerra del 14 naufragó frente a Carenero y Gerbes tropezó allí con la estación ferroviaria de aquella época y encontró trabajo como ingeniero al reconstruir sobre la vía férrea una locomotora caída de sus rieles; luego hizo familia con mi hermana y le tocó la epopeya de llevar a Trujillo la estatua ecuestre de Simón Bolívar en un camioncito envenenado, enfrentar los peligros de una trayectoria sin carreteras, pero con fieras y enfermedades desconocidas y encaramarla en medio de la plaza donde sigue encaramada.
Tampoco era partidaria del nazismo mi propia familia. Creo mas bien que, al igual que muchas, admiraba los avances industriales de la Alemania de entonces evidenciados en los utensilios de uso diario como los cubiertos, cuchillos y tijeras Solingen, músicos excelsos y escritores de muy altos vuelos y la veloz y exitosa expansión territorial de la Alemania nazi al invadir toda Europa y extender la guerra en Africa y el Pacífico asiático.
Era lo que animaba a mis hermanos mayores y a algunos amigos de la casa cuando se extasiaban colocando hilos de estambre sobre el enorme mapa de Europa colgado en la pared del patio a medida que avanzaba la guerra relámpago conocida en alemán como Blitzkrieg, una táctica militar que favorecía el desarrollo de una campaña rápida y contundente por la que iban cayendo los países invadidos: Polonia, Noruega, Francia….
Yo tenía apenas catorce años cuando finalizó el conflicto desatado por los militares de Alemania, Italia y Japón, dejando ciudades en escombros y mas de sesenta millones de judíos muertos y comenzaron a conocerse en detalle las atrocidades y crímenes de toda naturaleza y magnitud perpetrados por los nazis. La admiración que llegó a provocar aquel mapa colgado en el patio de mi casa se transformó en macabra referencia y oscuridad y en lugar del febril entusiasmo que despertaron los nazi por sus crímenes militares se instaló en mi casa, en mi propia vida y para siempre la presencia civil, la línea que mejor dibuja el mapa sin estambres ni alfileres de nuestra dignidad.
Desde entonces, en la casa que me vió nacer y en la que vivió un alemán casado con mi hermana, un alemán alto, de ojos azules que trajo un pino no se sabe de dónde lo instaló en el patio y lo llenó de adornos navideños traídos desde Alemania; en esa misma casa y en ese mismo patio en el que siendo niño vi colgar un mapa de Europa herido con alfileres que mostraban júbilo por los avances del nazismo. Pero en la casa que compré años mas tarde para albergar a mi propia familia y en la casa que sigue y seguirá viviendo dentro de mí con puertas y ventanas abiertas a un espléndido jardín, ¡los militares uniformados no entran; tampoco los que ocasionalmente visten de civil!