¡Navidades en octubre!
P ues, señora, la verdad, después de la crónica que Leonardo Padrón nos brindó a sus lectores la semana pasada, no creía yo que hubiese mucho que añadir en punto a valorar el cariz y el grado de emoción que en los últimos trancos de su admirable campaña ha suscitado la candidatura de Henrique Capriles.
Me detendré, sin embargo, durante un párrafo o dos, quizá tres, en la muy celebrada pieza periodística de Leo Padrón para denunciar el abuso consuetudinario a que el proteico talento de mi amigo somete a quienes modestamente pretendemos vivir, bien o mal, de nuestro oficio de escribidores. Por lo visto, Padrón está decidido a demostrar que puede jugar las nueve posiciones en un mismo partido: guionista de estupendas teleseries, radiodifusor de entrevistas insoslayables, poeta, ensayista, hombre de la escena, consumado jugador de dominó, y ahora, también, fulgurante cronista del especial momento que atraviesa Venezuela. Pues bien, yo quiero prender mi bagatela de fin de semana justamente de lo que consumadamente Padrón logró acorralar en su crónica: la emoción colectiva que alienta en las concentraciones de apoyo a Capriles.
El poeta Padrón llamó atinadamene «fervor» a esa inasible «cosa con plumas», para usar la feliz expresión con que Emily Dickinson designa la esperanza. Valdrá la pena citar a la poeta estadounidense con propiedad: «La esperanza es esa cosa con plumas que se posa en el alma y canta sin parar».
Tengo para mí que, entre lo mejor de todo lo bueno que ha venido pasando a lo ancho y largo del país y al conjuro de una candidatura joven y pujante como la del ya por todos llamado confianzudamente «El Flaco», está, justamente, esa cosa con plumas que induce a todos a pensar que el fin de la ordalía de la juez Afiuni, la arbitraria prisión política de los comisarios Simonovis, Forero y Vivas (junto con sus compañeros de servicio), el suplicio carcelario de los directivos de Econoinvest y tantas muchas manifestaciones de la personal voluntad tiránica de Hugo Chávez llegarán en breve a su fin.
Si hubiese olvidado algún otro caso de arbitrariedad y desafuero es cosa involuntaria y no resta nada a lo que sinceramente anhelo acercar con mi voto: el retorno al imperio de la ley, tan contumazmente vulnerado desde hace tres lustros en cada expropiación, en cada clausura de un medio de prensa, en cada sentencia dictada desde Miraflores, en cada ley promulgada a la brava, sin debate ni consulta, en cada amenaza, cumplida o no, destinada a conculcar las provisiones constitucionales que garantizan la libertad de expresión, acaso la más señalada de las libertades democráticas.
Con todo, de entre tantos entuertos, resplandece uno que apenas la semana pasada nos fue recordado del modo más inescapable: nuestro país se halla hoy día en el foso de una lista elaborada por dos respetados think tanks: el Cato Institute estadounidense y el Fraser Institute del Canadá. Se trata de un índice de libertades económicas que con datos provenientes del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, y muy señaladamente, de la Organización del Comercio Mundial, singulariza a Venezuela como el país del planeta donde se goza de menos libertades económicas.
Los vociferantes del régimen rojo suelen descalificar estos índices con la facilidad que legó la tradición leninista: «injuria, no discutas; injuria, que algo queda».
Mas lo cierto es que, no importa cuántos dicterios «antimperialistas» se lancen contra las dos instituciones mencionadas, el hecho es que su metodología, compleja y multidisciplinaria, atiende a irrefutables datos de la realidad venezolana y evalúa categorías tales como el tamaño de cada gobierno, el sistema legal imperante, los derechos de propiedad, la libertad para el comercio internacional y, muy especialmente, las regulaciones que impiden a los particulares, fundar negocios y activar con ellos la economía real.
No debería servirnos de consuelo pensar que China y la India ocupan los lugares 107 y 111, respectivamente, en la lista que vengo comentando. Somos un país pequeño, indeciblemente joven, con una riqueza que sería redundante encarecer en este artículo. Y dotado de un imponderable atributo moral colectivo: la vivaz creatividad y pujanza demostrada por nuestros compatriotas, en especial por nuestras mujeres, a la hora de emprender un negocio, grande o pequeño, aun en las condiciones tan hostiles al esfuerzo individual como las que, durante estos catorce años, nos ha tocado padecer. Interponerse entre los sueños y la acción de los particulares ha sido otro de los grandes crímenes de esta «revolución» de la que el extinto Domingo Alberto Rangel afirmó, con acre puntería, que su única ideología es el pillaje.
Esas fuerzas, acaso difíciles de cuantificar en esta hora, se dejan sentir cada vez que un venezolano asocia el triunfo electoral de Henrique Capriles el domingo que viene con las posibilidades que ello abrirá a su rodaja personal de futuro, a su inalienable derecho a poner a prueba sus sueños de crear prosperidad, de participar en la carrera de los talentos y de ponerse en la ruta del progreso personal y familiar.
No de otra cosa nos habla la amiga que, con entusiasmo, dice, por ejemplo: «Si gana el Flaco, el año que viene no me van a ver luz». Y sus planes no son, precisamente, los de asaltar el erario público desde un cargo gubernamental, sino simplemente, aprovechar el clima de paulatina y sostenida liberalización de trabas que cabe esperar que traerá consigo un gobierno joven, moderno que, además de promover la concordia nacional en el plano político, abra caminos al indiscutible talento criollo para identificar necesidades insatisfechas por el mercado y al proverbial «camión de bolas» que encarna en los venezolanos cuando el clima de libertades económicas le es propicio.
Henrique Capriles ha logrado el prodigio de que la esperanza se pose en el alma de centenas de miles de sus compatriotas y ya no deje de cantar que este año las Navidades vendrán adelantadas.
Caen el 7 de octubre.