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Una herencia perdida

Después de un poco más de cuatro años en la prisión de La Rotunda mi padre recobró la libertad física, pero la cárcel también había marcado huella en su espíritu y tuvo que ser asistido en su psique por un sobrino suyo, Oscar Loynaz Páez-Pumar, que según relatos que llegaron a mí mucho tiempo después, fue quien introdujo esa cátedra en la UCV.

La huella era algo profunda, pues en la década de los años treinta (hace casi un siglo) le impuso a mi madre un matrimonio únicamente civil, pues él no creía en los curas; y fue después que ya habían nacido tres de sus hijos, cuando el Obispo de Coro Monseñor Lucas Guillermo Castillo (tío del Cardenal Castillo Lara) de quien era apoderado, le restauró la fe, que le condujo a contraer matrimonio eclesiástico y a bautizar a los tres hijos ya mencionados. Yo no estaba aún presente pero sería el próximo en llegar.

Había en mi casa unos enormes estantes abarrotados de libros, unos cuantos en latín a los cuales no prestaba atención; y además otros muchos sobre cuestiones religiosas en los cuales resaltaban a mi vista, pero sin provocar ningún interés en explorar sus páginas, un par de tomos, más bien de tomacos, enormes, que llevaban por título “Vida de los Papas”.

Todo esto ha venido a mi memoria porque yo viví mi infancia, adolescencia y el comienzo de mi juventud bajo la impresión de que el Papa Pío XII era inmortal; y aunque oí y hasta leí comentarios malévolos sobre su supuesto contubernio con el nazismo, el viaje de la orquesta del Estado de Israel para ofrecerle al Papa un concierto en su primera salida al exterior, fue suficiente para comenzar a discernir, a distinguir, entre la propaganda y la información; quizá más bien debo decir entre la información y la propaganda.

Es así, en ese cuadro, cuándo y cómo comencé a participar en pequeñas cosas en contra de Pérez Jiménez y su caída me agarró en 1958 sin la posibilidad de poder votar por faltarme 6 meses y 29 días, para acceder a ese mágico número de entonces, que eran los 18 años;  puedo decirle a quien me lea que así como mi pequeñísima historia en lo que a Venezuela se refiere, frente a la historia del Papado adquiere una proporción infinitésima por las cosas ocurridas bajo tantos papados unos buenos, otros malos y un gran número de,  llamémoslos, por darle un calificativo, corrientes.

Por eso añoro la herencia perdida, ese par de tomos desaparecidos, donde seguramente las vidas de Alejandro VI, el Papa Borgia o Borja; o la de Julio II el Papa guerrero o militar, nombre que llevaba  el menor de mis hermanos fallecido de niño y el mayor de mis hijos próximo a los 50 años; dan testimonio de que no todo lo que hagan los Papas, debemos recibirlo con beneplácito.

Es así como yo califiqué y entonces escribí que cuando el Papa Francisco recibió y aceptó de manos de Evo Morales un Cristo en una Cruz con la “hoz y el martillo” (símbolo del comunismo), debió abstenerse de recibirla y si acaso la tuvo que recibir debió dejarla caer al suelo. Cuando visitó La Habana y trató al jefe de estado Castro, perseguidor del pueblo cubano y muy especialmente de los cristianos, debió dirigirse a él como Castro y no como Fidel, que le abría la oportunidad a un hombre que se dio a la tarea de matar a tantos cristianos de reciprocar su saludo llamándolo Pancho. Por eso, no me extraña el silencio de Francisco frente a las atrocidades de ese engendro de perversidad que es Ortega.

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