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Este tedio… 

Tedio, melancolía, aburrimiento… bajo esa capa de vitalidad que la supervivencia ha impuesto a los venezolanos, no deja de colarse el tonillo de hastío que últimamente suscita la política interna. Y es que sin el relevante contrapunteo del antagonista, sin el filo de esa palabra que busca generar algún efecto, la arena pierde todo brillo. “Cuando escucho a políticos que ya no tienen nada nuevo qué decir, no me queda sino recurrir al zapping mental”, se lee en alguna cibercharla rebasada por el malestar. Bien sea por cansancio o por desgana, cada vez es más común la tentación de guarecerse en otros espacios. Eso, mientras inmersos en el río revuelto de la economía, se brega para no morir “de sed junto a la fuente”, tal como escribía Charles d’Orleans durante su cautiverio inglés de 24 años, y como luego glosó el poeta François Villon en su “Balada de las contradicciones”:  

“…Ardo como el fuego y tirito/ En mi país me hallo en tierra extraña/ Junto al brasero ardo en escalofrío/ Desnudo cual gusano, visto como presidente/ Río en llanto y espero desesperanzado/ Mi confort se torna en triste aflicción/ Me regocijo sin placer ninguno/ Potentado soy sin fuerza ni poder/ Bienamado y por todos desechado…” 

¿Saldrá algo bueno de tanto tedio ciudadano? Quién sabe. He allí una vela que enciende el tísico, no faltaba más. Al disertar acerca de la “Sociología del bostezo”, Carlos Raúl Hernández nos recuerda que, en un inopinado rapto de humor, Soren Kierkegaard “dejó su versión del desarrollo humano como obra de la monotonía”. Así, “Los dioses se aburrían y por ello crearon a los humanos. Adán se aburría porque estaba solo y por ello fue creada Eva. En ese instante entró el tedio en el mundo y en él fue creciendo exactamente en la misma medida en que crecía la población… Para esparcirse, concibieron la idea de construir una torre tan alta que traspasase el cielo. Esta idea es tan tediosa como alta era la torre y, además es una prueba formidable de hasta qué punto el tedio predominaba…” Con letras parecidas, y en torno a este lunar que tienen todos los paraísos, Nietzsche dejó su particular relato del Génesis. “Contra el aburrimiento, luchan en vano incluso los dioses”.

Pero el retozo kierkegaardiano no abjura de la reflexión crítica que el danés dedicaría al tedio no sólo como motor de la historia, sino como noción medular de la concepción estética de la existencia. Un indicativo, dice, que acusa la ruptura del vínculo entre el individuo y el mundo. Que, por, tanto, prefigura la experiencia de la nada, traducción anímica de la desconfianza frente a un mundo que es incapaz de ofrecer lo que anhelamos. “El auténtico goce no radica en lo que uno gozasino en su representación”, afirma desde su angustiada consciencia del “estar aquí”, de existir. “El recuerdo satisface mucho más que cualquier realidad y posee la seguridad que ninguna otra realidad ofrece”. 

De este modo -plantea el argentino Alejandro Peña Arroyave- para el filósofo el problema del individuo no es que las cosas lo aburran: “su verdadera dificultad es que las cosas están ausentes”. Presentes, sí, pero incapaces de invitar a la acción. “Las cosas están allí, pero sobre ellas no recae interés alguno, el mundo entero desaparece bajo la tenue luz de la indiferencia”.  

¡Ah! He aquí una justa manera de describir tal agobio. “Qué tremendo es el tedio; tremendamente tedioso; no conozco expresión más poderosa, más certera; pues sólo lo igual se reconoce en su igual… Permanezco tendido, inactivo; lo único que veo es el vacío; lo único de lo que me alimento es el vacío; lo único en lo que me muevo es el vacío. Ya ni siquiera sufro dolor”. Sujeción fallida al objeto, en fin. La vista prendida al infinito abismo; el estancamiento, la circularidad. La sensación de que siempre se está fuera de sí, como si el tiempo no transcurriese, como si la búsqueda del presente revelara que es imposible relacionarse con este de forma positiva. Todo ello se desgrana en Kierkegaard con pulcras palabras, llenando el camino de pistas para no perdernos, para no sucumbir ante el vaciamiento que propiciará la melancolía, la no aceptación de la pérdida, la desesperación. 

Que tanto aburrimiento sirva de acicate para generar nuevas y mejores obras, esa es la esperanza. Y no se trata de apelar al cambio constante e irreflexivo como antídoto contra aquello que llevó al hartazgo; uno afín a la grosera carrera de esa “bacante desmelenada” que la picardía de Bécquer oponía a la pereza. Nos habla más bien Kierkegaard de abrazar la intersubjetividad “con espíritu curioso”, de “dominar el arte del olvido y del recuerdo”. De entregarse a cierto solaz, “mas no a la inoperancia”. No hay nada objetable en esto, si pensamos en una sociedad que ha sufrido tanto y ha obtenido tan poco. De modo que en circunstancias en que lo político luce inmune al paso del tiempo, parece justo procurar espacios para reponer a fondo lo que ha sido despedazado con esmeros. Esa pausa activa que aspira a revitalizar lo petrificado, ese feliz atrevimiento que da sentido al “mientras tanto”, sería también revulsivo eficaz contra la amargura que se instala en algunos, que emponzoña sin piedad, que no cede.

@Mibelis 

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