La virtud y la ocasión
Decía Maquiavelo que el príncipe “que menos ha confiado en el azar es siempre el que más tiempo se ha conservado en su conquista”. Un examen de la vida y obra de quienes triunfan políticamente, llevaría a descubrir que “no deben a la fortuna sino el haberles proporcionado la ocasión propicia, que fue el material al que ellos dieron la forma conveniente. Verdad es que sin esa ocasión sus méritos de nada hubieran valido. Pero también es cierto que sin sus méritos era inútil que la ocasión se presentara”.
Aptitud y oportunidad, en fin, deben bailar juntas para sacar jugo al presente. No habría podido Teseo exhibir sus talentos si no hubiese sido testigo de la dispersión de los atenienses, por ejemplo; y se hizo menester que Rómulo no pudiese vivir en Alba para convertirse en rey y fundador de su patria, observaba el florentino. Es ese delgado, casi volátil Kairós, un recurso que en manos del líder se hace robusto. Y es la comprensión de ese timing y su utilización idónea lo que aporta relevancia a la faena. Si la incertidumbre manda (como lo hace cuando la violencia convierte la norma en excepción), la prudencia desplegada para apartar dogmas que entumecen y vislumbrar lo benévolo, es avío clave.
A la luz de las razones de Maquiavelo -valiosas para quien no se erice ante la verdad efectiva de las cosas- el devenir venezolano sigue dando motivos para la frustración. Quizás no es exagerado afirmar que los últimos años han sido ristra de ocasiones desperdiciadas para promover transformaciones a favor del progreso. El potencial que en ese sentido encarnaron ciertos excepcionales momentos, acabaron diluidos por la incapacidad de élites en apariencia más llevadas por el compromiso irracional que por la consciencia de la amenaza. Atrapada entre bandos confrontados existencialmente, la mayoría ha terminado pagando los platos rotos.
Sin embargo, la ocasión retoña cuando menos se espera, dispuesta a abrir otro frente, a dispensar el viejo error, a reivindicar el pulso de los jugadores para explotar sus destrezas. Un incansable duelo contra el imprevisto, que no ha favorecido a una oposición descolocada y sí a un gobierno no sólo con poder de facto y recursos para la dominación, sino bastante más atento a los riesgos que corre y la oportunidad que sacrificaría por descuido o inflexibilidad estratégica. Sancionado, sin apoyo popular ni reconocimiento de naciones democráticas, las amenazas aumentaron exponencialmente para el oficialismo. Aun así, no le ha faltado maña para reflotar a merced del desorden y torear el contratiempo.
Pero el azar no da tregua. La conmoción que la guerra desata hoy en Europa, la necesidad de decidir in extremis para asegurar trincheras y reacomodos efectivos, de nuevo pone a la fortuna a licuar solideces políticas que hasta ayer sostenían al mundo. El paisaje se complica con una economía enflaquecida por la pandemia, constreñida por la salida del mercado, en pleno invierno, de los commodities rusos, y la consecuente alza de precios. A merced de esa contingencia que destroza a unos y arrima el hombro a otros, Venezuela, una y otra vez lanzada al candelero geopolítico por culpa de líderes ansiosos de sponsors, parecía destinada al limbo. Con petróleo, sí, pero severamente limitada en su capacidad de producción y venta. Con una PDVSA que a duras penas supera el desmantelamiento, y un Estado vetado a la hora de acceder a mercados globales.
¿Podría la reunión entre representantes de Washington y Caracas resolver ese dilema, el querer, pero no poder sortear la circunstancia? Sabiendo que la seguridad energética fue tema medular del intercambio, cabría pensar que el interés mutuo se impone, que los opuestos consideran cooperar para reducir riesgos comunes, no para fraternizar. El alivio de sanciones a corto plazo (posibilidad que encrespa a los senadores Rubio y Menéndez, pero que es saludada por el congresista Gregory Meeks) la rehabilitación de exportaciones y el logro de garantías para la inversión, están por verse. Pero en atención a la descarnada prerrogativa del pragmatismo, el despecho de algunos por la “oportunista” traición a los principios apenas sirve para confirmar que las posiciones más refractarias suelen rendirse ante el asalto de la realidad. “It’s the economy, stupid”: la frase de Carville resuena tan clara como en 1992. El cálculo de consecuencias reorienta la ética, y la moderación del discurso oficial da ya fe del “milagro”. La pregunta que sigue, claro, es cómo la distensión de esa presión podría incidir en equilibrios políticos que abran la puerta a la democratización, y eviten tentaciones inéditas para la autocratización.
Hay allí lecciones y tareas urgentes. No sólo para moralistas negados a entenderse con sus contrarios, sino para políticos que a punta de despreciar la ocasión o de renunciar a su autonomía, se han vueltos del todo irrelevantes. Por desgracia, la circunstancia también sorprende a partidos opositores inmersos en bretes identitarios que merman su capacidad de influencia y acentúan los vacíos. Ahora mismo, sin instancia de coordinación efectiva y con micro-crisis engullendo los intentos de construir masa crítica, no luce viable apurar la recomposición.
En todo caso, mientras el plan de perfilarse como alternativa encuentra caída al giro, la fugaz ocasión podría aprovecharse para aupar desde cada parcela -aun incendiada- la solución a la estrechez nacional. La virtud estará en alentar a los decisores a actuar sin la miopía que antes abundó, a curar pronto los males que se reconocen con antelación. Blindar el largo plazo con acuerdos enfocados en el bienestar de los venezolanos, sería el mayor rédito que el azar podría acarrear en esta hora menguada.
@Mibelis