Virus ejecutivo
Desde sus inicios, esta enfermedad socavó, lentamente, la autonomía institucional de Venezuela. Cada Poder contagiado mostró síntomas tempranos, que fueron asumidos por la población como anécdotas que luego transformarían en voto castigo. Acción Democrática y COPEI sonreían ante esos deslices que, educadamente, se compensaban con una miope alternancia de las presidencias. Salivando a las afueras del poder, los integrantes de las agrupaciones de izquierda recogían las migas que podían al ocupar cargos ministeriales o escaños en el Congreso.
En el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, me comentaba un ex funcionario de ese gabinete, “las comisiones para otorgar proyectos no pasaban del siete por ciento (7%), mientras que ahora los chavistas empiezan en un cien por ciento (100%) y hasta más”. Otro vocero de esos días “democráticos” me contaba que en el Congreso Nacional, algunas veces, se “adaptaban” los artículos de las leyes en discusión si éstos afectaban ciertos intereses privados. Los jueces de sentencias pre-pagadas son de vieja data, así como los fiscales de tránsito que extienden la mano antes que su talonario de multas o los gestores que hoy ocupan hasta viceministerios.
Durante años contemplamos, con benevolencia, esos brotes aislados. Mínimos síntomas que, cómo saberlo, presagiaban la pandemia absoluta que hoy padecemos. Cómo imaginar que RECADI sería superado por CADIVI o que la impasible Corte Suprema de Justicia devendría en esa mafia que hoy llamamos, no sin menosprecio, Tribunal Supremo. En esos días, el poder, como asegura el psicólogo José Antono Marina, no era “algo que se divide entre los que lo ostentan y los que no lo tienen y lo sufren. El poder es y debe ser analizado como algo que circula y funciona —por así decir— en cadena. Nunca está localizado aquí o allí, nunca está en las manos de alguien. Nunca es una propiedad, como una riqueza o un bien” .
La enfermedad del poder galopa en este régimen “ y-que-bolivariano” anciano y debilitado, que remató con suma decadencia nuestro siglo veinte y lucha por trascender en el veintiuno. Pero no lo hará, pues al igual que Castro, Gómez y Pérez Jiménez , por sólo mencionar a tres de nuestros corruptos ancestros militares, Chávez ha convertido su mando en un poder monárquico, autorreferente, personal, dirigido a sí mismo, ensimismado que, como todo lo individual, se desvanece por enfermedad, por exilio o por muerte.
En el 2012 tenemos la oportunidad de superar este período de “gobierno anárquico” (algún politólogo explicará mejor ese oxímoron), que fue capaz, en trece años, de retrotraernos al último tercio del siglo XIX. En esos tiempos, los militarzuelos (algunos venerados como héroes con sus nombres en calles y hasta estados) que gobernaban promovían las luchas internas, conspiraban creando constituciones que les alargaran su estadía en el poder y se complacían asesinando a sus adversarios.
Pero, ¿cómo evitar que esta cíclico virus reaparezca en medio siglo, cuando Pablo Pérez, Henrique Capriles, Leopoldo López o María Corina Machado sean un recuerdo amable en los pasillos de Miraflores? Una posible respuesta la consignó Karl R. Popper en 1945, al sugerir que se debe “reemplazar la pregunta ¿quién debería gobernar? Por ¿cómo podemos organizar las instituciones políticas, de tal manera que se impida a los gobernantes malos o incompetentes hacer demasiado daño?”.
Esa pista, legada por el pensador británico, podría ser trabajada en la Mesa de la Unidad para generar una propuesta de reingeniería política, avalada, aceptada y adoptada por los hoy pre-candidatos, pues ¿de qué le servirán al país estupendos planes económicos, pólizas contra la reelección o maravillosos proyectos educativos si dejamos abierta la puerta institucional a los caudillos que habitan en nuestros propios genes y que emergen cuando el ambiente les provee resentimiento, impotencia e indecencia?
@ivanxcaracas