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Evitar la catástrofe

Atrás quedan los días en que el conflicto venezolano calzaba perfectamente en las hormas del “empate catastrófico”. La etiqueta acuñada por García Linera para bautizar la tensión que afecta la relación dialéctica entre fuerzas en disputa por la hegemonía, ese fruto de la confrontación entre “dos horizontes de país con capacidad de movilización, atracción y seducción de fuerzas sociales, (…) dos bloques sociales conformados con voluntad y ambición de poder, el bloque dominante y el ascendente”, poco o nada remite a la vista del presente.  

El pulso que en 2019 pareció convocar el ímpetu de dos toros equivalentes en peso y enjundia, ensartados por los cuernos al punto de inhibir todo movimiento del otro, acabó zanjándose -lo pronostica García Linera- a favor de una de las fuerzas. Sí: la irresolución de la parálisis puede “durar semanas, meses, años; pero llega un momento en que tiene que producirse un desempate, una salida”. En vuelco trágico, la apuesta de la oposición acabó desmantelada por la arremetida del bloque que hoy, como entonces, detenta el poder fáctico.   

De modo que la situación de asimetría propia de la relación con regímenes autoritarios -matizada por la dramática alineación del apoyo internacional y la expectativa en torno al mantra de los tres pasos- volvió no sólo a hacerse patente. También la escalada, sin suficientes puntos de soportes hacia lo interno, suscitó la avalancha suicida. Subestimando amenazas y debilidades de base, se avanzó hacia una etapa signada por la necesidad de tener el control total de la situación, dando pasos temerarios hacia la “zona de dolor”. En ese punto, dicen expertos como Friedrich Glasl, lo previsible es que quien tenga los medios los use para aplastar al rival. Así ocurrió. El resultado ha sido este erial, la tierra arrasada tras el barrunto de guerra. Una dirigencia anémica, descuadernada, sin ideas nuevas o poder de convocatoria, y un país copado por el chavismo.  

El desequilibrio en la correlación de fuerzas, insistimos, no es condición inédita, pero habrá que admitir que los errores de cálculo la agudizaron. Los espejismos del costo/beneficio proyectado al margen de fortalezas nítidas y sin considerar aliños caprichosos como la pandemia, por ejemplo, truecan en bitácoras feroces. Ahora, con muchos menos bártulos que antes y acuciados por los mordiscos de la emergencia sanitaria, toca hacerse las preguntas que antes se esquivaron: ¿cómo transformar la tensión entre necesidad y contingencia para alcanzar bien común, para generar avance y no sólo “fortuitos” retrocesos? 

En términos de acceso a ese poder-hacer, esa capacidad para introducir novedad en una dinámica restrictiva, mucho se insiste en la reconstrucción de vínculos entre liderazgo y sociedad: una sintonía que hoy naufraga en los fangos de la desafección política. La crisis de representación, tan tóxica en sistemas abiertos y competitivos, encaja golpes certeros a las oposiciones a gobiernos autocráticos. No sólo porque socava oportunidades de articulación democrática, sino porque conspira contra la amplificación de la potencia-acto individual. Penosamente los partidos, privados de su facultad de incidencia, dejan de ser instituciones efectivas para la agregación de intereses justo en momento en que la desconfianza aprieta y el miedo a la enfermedad gana espesor. Llevará tiempo atender ese boquete, sin duda. Entretanto, el riesgo es que cierto fatalismo asociado a la impotencia lleve a creer que la solución ya no está en manos de los políticos; que una puja de orden moral, una lucha de bien contra el mal anularía toda posibilidad de humanizar el conflicto y transformarlo.  

El agravamiento de la pandemia, no obstante, redefine las urgencias. Nos mete en un contexto donde la desconexión, la evasión o la intermitencia se traducen en pérdida de vidas. Uno que exige poner al ser humano en el centro de la decisión política. Desviarse de ese enfoque o revivir el vértigo de la escalada del conflicto, por tanto, no parece oportuno, prudente ni ético. La certeza de la asimetría no repiquetea en balde; más cuando el apremio por retener el poder, asegurar estabilidad y lidiar con la exigencia de aperturas podría estar perfilando un escenario inusual para quienes gobiernan. 

En tal sentido, el debate en torno a la adquisición de vacunas nos planta en campo minado. Lejos de sacar a la política de la ecuación, se trata de radicalizar la dimensión relacional, presionar hábilmente para reorientar las movidas de trapaceros, no menos racionales jugadores. Si la respuesta es la bravuconada, si a la solución se opone el efugio populista, el desafío es elevar los costos de tal decisión, apelar al criterio del experto, no pagar con inanes provocaciones. Un objetivo sería estrujar la ventaja de la que se dispone para incidir en el destrabamiento, para vincular la acción al compromiso ético-político. Mirada estratégica que luce vital cuando los recursos son tan exiguos y la intransigencia es lujo que no nos podemos dar. 

@Mibelis 

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