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Quien fuera primer ministro del Reino Unido entre 1997 y 2007, Tony Blair, respondía en 2016 ante una opinión pública zarandeada por la publicación del “Informe Chilcot”. “Las evaluaciones de inteligencia realizadas en el momento de ir a la guerra (de Irak) resultaron ser incorrectas. El resultado fue más hostil y sangriento de lo que habíamos imaginado… por todo esto expreso más pesar, arrepentimiento y disculpa de lo que nunca imaginarán… (pero) no me arrepiento de tomar la decisión«. 

La invasión militar a Irak en 2003 «no era el último recurso», concluía el polémico reporte. Las decisiones sobre este conflicto “no se cuestionaron y debieron haberse cuestionado«, aseguró el investigador John Chilcot. En virtud de las tajantes afirmaciones, Blair sorprendió a muchos con su “sí, pero no”, fustigándose de forma vehemente pero al mismo tiempo justificando sus jugadas. La sensación de que ambas posiciones no se conciliaban no se hizo esperar, claro. Entonces Blair saltó de nuevo al ruedo: «No es incoherente decir que tomamos la decisión correcta«. Una señal de ofuscación que restaba valor al hecho de haber aceptado “toda la responsabilidad«. ¿Cómo confiar de nuevo en quien reconocía haber avalado tal desbarro pero a la vez recurría a la autoindulgencia, diciendo que era eso lo que procedía, que no había alternativas y que su solo pecado fue fiarse de “datos erróneos”?  

El ejemplo del “desliz” de un funcionario curtido y respetado como Blair sirve para ilustrar la grave obligación que atenaza al político. Si bien sabemos que en manos humanas el ejercicio de la política no está blindado contra la equivocación -mucho menos contra esa tentación de “embellecer” la verdad o desfigurarla, cuando conviene- lo menos que puede pedirse al liderazgo es algún compromiso con la coherencia.  

Pero los procesos sociopolíticos no son lineales, recordaba hace poco un veterano dirigente venezolano. Ah, precisamente: en virtud de esa incertidumbre que se perfila como una perturbadora constante, sí luce necesario fijar no sólo ciertos límites éticos, no sólo ciertas prioridades programáticas, sino líneas estratégicas que, sobre todo en situaciones extremas, orienten la acción táctica para que no se devuelva contra sus impulsores. El costo del recurrente mal cálculo, de la acumulación de fracasos injustificables, es perder la confianza de la gente. Y eso, en un contexto que hace crítico el apoyo robusto de la sociedad al liderazgo democrático y lo que representa, es poco menos que suicida.   

Sabemos que en el caso de Venezuela la consistencia estratégica no es algo que haya distinguido a la oposición. A lo largo de estos años y según lo prescribía la directriz de turno, podemos distinguir de hecho algunos “arcos narrativos” en los que se alternan tercas secuencias, fruto de visiones más radicales, (2002 a 2005; 2014; 2016 a 2020) con las que respondían a políticas más realistas, graduales y ajustadas a los parámetros de la ruta pacífica, electoral, constitucional y democrática (2006 a 2013; 2015). Lejos de la adecuación de métodos y fines operando a largo plazo, y como si la admisión del pobre desempeño no se tradujese en una auto-interpelación de gran calado, esa espasmódica mudanza ha dejado sus muescas. Una de ellas, la desestimación del voto, la creencia de que apelar a él como recurso de organización-participación-denuncia-movilización interna y palanca para desestabilizar a una autocracia, no tiene sentido. Un resultado, también, de la insistencia en que “hemos hecho todo, y nada ha funcionado”, verduguillo que desde las páginas de periódicos del mundo todavía lanzan opositores que se empeñan en no ver más allá de la providencial ayuda externa. 

Un discurso furtivo, moviéndose como el áspid en la cama de Cleopatra, sigue interponiendo zancadillas, aun cuando hoy se hable de tomar el cabal y decoroso camino de la rectificación. Pero para que tales abluciones funcionen es esencial emprender una revisión a fondo de lo hecho, pesar el daño, reconocer cuán cáustico fue el error de juicio, aceptar que hubo decisiones que “no se cuestionaron y debieron haberse cuestionado» (como apuntó Chilcot en el caso de Blair); y renunciar por ende a la infantil procura de dispensas. Lo siguiente será desartornillar el viejo convencimiento y sustituirlo por otro, ese que la tozuda obra del voluntarismo hizo tan impopular.    

Amén de una mínima correspondencia entre el decir y el hacer, y aun sabiendo cuán contradictoria e imprevisible puede ser la realidad política, cuánta flexibilidad y audacia requiere, es lógico reclamar a la dirigencia algo más que una ristra de arrepentimientos crónicos, aislados. Después de todo, los apoyos ciudadanos dependerán de que las promesas se traduzcan en acciones con resultados tangibles, provechosos, sostenibles en el tiempo. Quid pro quo. La situación de penuria generalizada azota a una sociedad necesitada tanto de arreglos urgentes, como de la articulación de fuerzas que desde lo político permita conquistar espacios, reinstitucionalizar, volverse influyente, exigir cambios y que esa voz no se diluya, sino que estalle vigorosa, innegable, clara.  

Frente a la invariable campaña de desmovilización opositora que despliega una autocracia, el “hoy sí voto; mañana no; pasado mañana veremos si conviene” resulta una extravagancia. Si el propósito es rehabilitar el valor del voto como derecho y como medio de transitar hacia la democracia -lo que también sugiere compatibilidad entre la fe democrática y la visión realista, diría Giovanni Sartori- entonces lo sensato será abrazar responsablemente su potencial, prever sus consecuencias. Eso seguramente incidirá en la recuperación de la credibilidad, de la confianza y autonomía perdidas. La política que se aficiona a la autonegación, a la pirueta permanente, al reset compulsivo de convicciones, terminaría cebando la infeliz creencia de que un adversario enfocado en su dañosa tarea será irreductible. Nada tan chacumbélico, en fin.  

@Mibelis 

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