Un vulgar golpe de Estado
Por más que intenten convertirla en un acto heroico, la operación que Hugo Chávez y su logia de teniente coroneles cometió la noche del 4 de febrero de 1992 no fue otra cosa que un vulgar y común golpe de Estado. Uno más entre los tantos que militares levantados en armas han intentado a lo largo de la accidentada historia de América Latina.
Cualquier otra interpretación es máscara ocultando el rostro, intento de hacer épica con algo que no pasa de desgracia.
Veámoslo con un ejemplo preciso. Independientemente de las diferencias ideológicas existentes entre unos y otros actores, el golpe de Estado que el general Pinochet le asestó a Salvador Allende en 1973, un golpe paradigmático, es en sus intenciones y procedimientos de la misma naturaleza que el que Chávez y sus aliados le intentaron asestar, sin éxito, a Carlos Andrés Pérez en 1992.
Guardan por lo menos cinco cosas en común. Primero, ambos fueron ejecutados en contra de presidentes que habían sido elegidos democráticamente en elecciones limpias que nadie cuestionó en su momento. Segundo, fueron conducidos por jefes militares que violaron el sagrado juramento que habían hecho ante la Constitución y se convirtieron, así, en traidores a la patria democrática y a sus leyes.
Tercero, en ambos casos, como lo han explicado investigadores chilenos, y como lo reconstruimos entre Carlos Azpúrua, José Ignacio Cabrujas y el autor de estas líneas cuando trabajamos en el guión de la película Amaneció de golpe, fueron actos de cobardía que tomaron por sorpresa a las tropas leales al Gobierno y a los soldados que participaron de la operación, que fueron conducidos bajo engaño a los sitios de combate y mantenidos hasta última hora al margen del objetivo final.
Cuarto, en ambos casos, la acción fue preparada como un complot en la oscuridad de los cuarteles partiendo del argumento ético de que en el país había desorden, caos y corrupción, y era, por tanto, necesario que las fuerzas armadas devolvieran el orden y llamaran de nuevo a elecciones, cosa que en el caso de Pinochet tardó 17 años en ocurrir. Quinto, en ambos casos, por supuesto que en número abrumadoramente mayor en Chile, las acciones armadas les costaron la vida a muchas personas y dejaron ensangrentadas las calles de Santiago y de Caracas. Y, por último, ambos grupos golpistas planeaban matar al Presidente de la República y encarcelar a sus principales colaboradores.
Y allí comienza la diferencia fundamental: Allende murió y Carlos Andrés Pérez quedó con vida. Porque el golpe de Pinochet, para entonces un militar ya entrado en años y de alta graduación, que contaba además con el apoyo de la CIA, triunfó y significó la instauración de una de las más crueles y asesinas dictaduras del continente. Mientras que la asonada de los conjurados bolivarianos, que desde entonces y por suerte para todos ya daban pruebas de improvisación e incompetencia, fue rápidamente derrotada.
Se produjo así un doble salvamento. De una parte, los venezolanos demócratas nos salvamos de una nueva etapa de dictadura que seguramente, como todo gobierno de facto, hubiese significado prisiones, asesinatos, exilios, control de la prensa y otros atropellos cuyas dimensiones entonces era imposible prever.
Pero de la otra, y para nuestra desgracia, al no haber llegado a ejercer el gobierno militar, los golpistas salvaron su imagen, no quedaron asociados a la tradición de los gorilas de lentes oscuros y capa prusiana que venía del Sur, sino a la de militares idealistas de estampa juvenil sobre la cual se edificó el imaginario político de una nueva etapa de mesianismo y militarismo La rebelión de los ángeles se tituló un libro de Ángela Zago sobre el golpe que encontró la mesa servida con el indulto de Caldera y la pérdida de sintonía que había ocurrido entre AD y Copei y su base electoral.
Lo que vino después, ya lo sabemos, ha sido un largo y cruento forcejeo entre la cúpula bolivariana en el poder, que llegó por vía electoral pero quiere gobernar como si efectivamente hubiese triunfado el golpe militar, y la sociedad democrática que ha tratado con toda su voluntad de impedírselo.