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Capitán, el niño está preocupado…

Cualquiera de ustedes se habrá topado en las redes sociales con un texto atribuido a Gabriel García Márquez, supuestamente extraído de El amor en los tiempos del cólera, y que empieza de esta manera:

“–Capitán, el niño está preocupado y muy incómodo debido a la cuarentena que el puerto nos impuso.

–¿Qué te preocupa, muchacho?  ¿No tienes suficiente comida?  ¿No duermes lo suficiente?

–No es eso, Capitán. No puedo soportar no poder desembarcar y abrazar a mi familia.

–Y si te dejan salir del barco y se contaminan, ¿cargarías con la culpa de infectar a alguien que no puede soportar la enfermedad…”

Muy al dedo para toda la suerte de consejos, máximas filosóficas y reflexiones morales que ha traído consigo la pandemia, y que si se reproduce tanto es porque satisface gustos literarios propios, o llena las expectativas de lo que queremos que alguien diga en nuestro nombre, pues coincide con lo que pensamos. Y mejor si lo hace García Márquez.

El verdadero autor de esta historia en la que el capitán termina afirmando que la primavera la llevamos dentro de nosotros mismos, se llama Alessandro Frezza, según algún acucioso ha ido a descubrir. Pero eso ya vale poco, porque en las redes las verdades no son fáciles de establecer, sobre todo si nadie sabe quién en Alessandro Frezza, quien pasa más bien a convertirse en el impostor.  ¿Quién es ese italiano que trata de plagiar a García Márquez?

Los textos que se ponen a circular bajo el nombre de escritores célebres son, generalmente, propios de libros de autoayuda. Cartas sentimentales de despedida al final de la vida, reflexiones sobre lo que haríamos si pudiéramos vivir una segunda vez, viajes espirituales en busca de la verdad, que, al fin y al cabo, llevamos dentro de nosotros mismos. Todo dentro de los temas preferidos por Pablo Coelho, que tantos lectores sabe conquistar. Y este si es un misterio para mí: ¿por qué si Coelho goza de tanto prestigio en este terreno de los consejos sanos para bien vivir, nunca le atribuyen nada en las redes?

A finales del siglo pasado, cuando el mundo de la comunicación instantánea en que vivimos estaba aún en pañales, y García Márquez se hallaba bajo tratamiento médico por causa de un cáncer, los fabricantes de bulos hallaron una ocasión propicia para atribuirle una carta de despedida que se titulaba “La marioneta” y que empezaba:

“Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo…”

Se trataba de un texto que el ventrílocuo mexicano Johnny Welch ponía en boca de su muñeco “El Mofles” en sus presentaciones. García Márquez tuvo la oportunidad de hacer el desmentido: “quiero decirles que estoy vivo y que lo único que me podría matar es que digan que yo escribí algo tan cursi”, dijo. Y Welch ripostó: “a mí El amor en los tiempos del cólera me parece un libro maravilloso. Pero maravillosamente cursi”. Luego ambos se encontraron, y se reconciliaron.

Los más socorridos a la hora de endilgarles textos que nunca escribieron son García Márquez y Jorge Luis Borges, aunque tampoco se libran José Saramago o Mario Benedetti.

Poco tiempo antes de la muerte de Borges, cuando aún vivíamos en la prehistoria de las redes sociales, se puso de moda un poema supuestamente suyo que aparecía en revistas del corazón, se reproducía en tarjetas de aniversario y colgaba como póster en las paredes de no pocas casas a las que me tocó entrar.

En ese poema, el falso Borges decía que si volviera a nacer comería más helados y menos habas, caminaría sobre la hierba húmeda, o metería los pies en la corriente de algún fresco arroyo, o daría más vueltas en calesita. Borges se subió a un globo aerostático, pero es difícil imaginarlo montado al caballito de un carrusel. A su avanzada edad, parecía despedirse con un acto de contrición, como si hubiera desperdiciado su existencia en nimiedades, y se declarara listo a escalar las montañas más altas en la próxima vida.

Se trataba a ojos vista de un Borges sospechoso, por edulcorado. Desde las alturas de su espléndido rigor verbal, parecía bajar en aquel poema al terreno del lugar común. Pero en las redes eso poco importa; lo que vale es el sentimentalismo sin cortapisas; la carta de despedida de García Márquez ni siquiera estaba escrita en clave de realismo mágico, pues no anunciaba un aguacero bíblico para el día de su muerte, y no llevaba, por tanto, sus señas de identidad.

La verdadera autora del poema atribuido a Borges era la estadounidense Nadine Stair, de nombre poco conocido. Se trataba de una confusión ocurrida en la redacción de un periódico de Buenos Aires, cuando ese poema, destinado a publicarse en un suplemento de variedades, apareció con el nombre de Borges gracias a esas magias negras que suelen ocurrir en las mesas de edición. 

Es posible trazar un rastro a estas invenciones. Suelen pasar primero a las redes como textos anónimos. A alguien le gusta, y lo despoja del nombre de su verdadero autor, pues le parece poco atractivo; en una siguiente ronda, a otro le parece de tanto mérito, que piensa que el anonimato no lo favorece, y que mejor debe agregársele una firma célebre. Es entonces cuando su difusión se multiplica, y será ya de ese autor para siempre, así mil desmentidos.

José Saramago jamás hubiere pensado que se le pudiera atribuir algo como “hijo es un ser que Dios nos prestó para un curso intensivo de como amar a alguien más que a nosotros mismos…”. Pero así consta en esos anales imperturbables que son las redes sociales.

Y quién convence a nadie que don Quijote jamás dijo “ladran, Sancho, señal de que cabalgamos”.

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