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Las fotos que sopla la brisa

Las fotografías suspendidas de hilos que penden del techo, se mueven levemente como las hojas de un árbol sopladas por la brisa. Son fotos con una foto. Madres solas a veces, una abuela, un matrimonio, el matrimonio y los hijos, sostienen con amoroso cuidado la fotografía de su deudo asesinado, adolescentes y muchachos que cayeron bajo las balas a partir del mes de abril del año funesto de 2018 y cuya memoria este museo único busca mantener viva.

Un total de 212 víctimas de la represión despiadada, sólo entre abril y junio, según el listado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, cifra que en octubre se habría elevado a 514, de acuerdo a la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos.

El Museo de la Memoria contra la Impunidad fue organizado por la Asociación de Madres de Abril (AMA), bajo el lema Ama y no Olvida, y abrió sus puertas en septiembre del año pasado, por un mes, en el recinto del Instituto de Historia de la Universidad Centroamericana en Managua. Ahora puede verse en la red. Allí pueden verse los videos donde cada una de estas madres habla de la vida tan corta de sus hijos, y de la atrocidad de sus muertes.

Y ellas mismas hicieron de guías en el museo. El día que fui a visitarlo, me acompañó en el recorrido doña Guillermina Zapata, la madre de Francisco Javier Reyes Zapata, de 34 años de edad, contador y comerciante ambulante de ropa. Su padre era entonces policía de línea. Francisco Javier fue alcanzado en la cabeza por el disparo de un francotirador armado con un fusil de mira telescópica, en las inmediaciones de la Universidad Nacional de Ingeniería, el 30 de mayo, día de la Madre, al final de una multitudinaria manifestación que había recorrido las calles de Managua, la más grande celebrada hasta entonces, y que fue llamada “la madre de todas las marchas”.

Me cuenta la historia de su hijo, me habla de su carácter afable, de sus aficiones, de sus dotes de gran conversador. Me habla de aquel día en que lo mataron, cuando ella misma participaba también en la manifestación, de cómo empezó a sonar la balacera, de su incertidumbre porque el muchacho no respondía las llamadas a su celular, hasta que le avisaron que lo habían llevado herido de muerte al hospital Bautista donde por fin lo encontró.

Pero las historias de los demás asesinados también son suyas porque aquí se trata de mostrar el dolor compartido por esta comunidad de mujeres que custodian el recuerdo de sus hijos; y en el museo están no sólo sus fotos. Cada familia ha traído alguna pertenencia suya, algo que hubiera estado cerca de sus vidas.

Una galería de objetos de presencia cotidiana. Un par de zapatos deportivos,  sudaderas, un diploma de bachillerato, mochilas escolares, trofeos de competencias deportivas, medallas ganadas en el colegio, una camiseta del Barsa, una guitarra, uno al que le gustaba bailar danzas folclóricas y allí está su sombrero y su traje, un par de anteojos en el estuche abierto, una pelota de futbol llena de firmas, una patineta.

Sobre un muro de adoquines que recuerda las barricadas que se alzaron entonces, un ejemplar empastado en tapa dura de Los Miserables, que Franco Valdivia, asesinado el 20 de abril en el parque central de Estelí, ya no pudo terminar de leer. La sotana de monaguillo de Sandor Dolmus, asesinado el 14 de junio en León, cuando apenas llegaba a los 15 años.

Es la misma sotana que luce en la fotografía enmarcada en dorado que sostiene su madre Ivania del Socorro Dolmus, solo que encima de la sotana rojo escarlata tiene puesta el alba y sus ornamentos completos de monaguillo de la catedral de León. Y es la misma que llevaba en el ataúd, la seda del forro del envés de la tapa plisada en forma de abanico, donde parece un cardenal primado, a menos que uno se acerque, como la hace la cámara, y advierta que se trata de un niño que entraba apenas en la adolescencia.

En las manos sostiene una pequeña imagen religiosa de bulto de la que sólo se ve la base, y sobre su abdomen descansa un crucifijo. Encima del hombro derecho lo acuñan los pliegues azul y blanco de la bandera de Nicaragua, y a sus pies se desparrama un ramo de azucenas y rosas blancas. El rostro moreno, ligeramente inclinado hacia la izquierda, los labios entreabiertos,  el cabello negro abundante, da la impresión de quien duerme profundamente hasta que llega el amanecer, cuando debe levantarse para asistir al obispo en el altar mayor de la catedral en la primera misa del día.

Doña Ivania, su madre, morena como Sandor, no tendrá más de 35 años. Trabaja como empleada doméstica. Quizás no alcanzaba los 20 cuando tuvo al hijo monaguillo que luego querría ser sacerdote. Su único hijo. Su vestido color fucsia lleva un tenue estampado floral en el pecho, y luce un collar de cuentas oscuras del que pende lo que puede ser un escapulario. Su mirada, dirigida al ojo de la cámara, y por tanto a nosotros, es firme y serena:

 “Cuando le dispararon él estaba en una barricada con mi sobrino, de aquí de esta casa como a tres cuadras para abajo. Siempre que salía me decía muy serio: si no vuelvo es que me fui con la patria…entonces vieron que venían los paramilitares. ¡Corrámonos Sandor!, le dijo mi sobrino. Pero ya lo habían herido. Fue llevado al hospital…y ya como a la media hora, más o menos, el doctor sale diciéndome que él había fallecido, que la bala le tocó el pulmón, le tocó el corazón…una madre puede quedarse ronca de tanto gritar exigiendo justicia aunque con eso ya sé que no me lo van a revivir…”

Esta mujer, ronca de tanto gritar, como las otras, ama y no olvida.

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