Juego de tronos
Detrás del lagrimeo y la abundancia de frases típicas de plañideras de oficio, lo que persiste es la ambición de convertirse en «heredero al trono». Se dicen adoradores de la revolución y defensores a ultranza de los deseos de micomandantepresidente. De soslayo se miran los unos a los otros, planificando el expediente que desean armarle al competidor para sacarlo del juego. Se dan palmadas en los hombres cuando en realidad darían lo que no tienen por clavarle un chuzo y dejarlo frío.
El Canciller se pasea de cumbre en cumbre y de embajada en embajada. Busca apoyos internacionales. El presidente de la Asamblea da discursos apasionados mientras se cruza pines con oficiales en ejercicio y algunos en retiro. El Vice afina estrategias con encapuchados. Es el único que ruega a todos los santos y las animas benditas – esos en quienes no cree con la solemnidad del ateo – que el jefe no se ponga peor. Como se tenga que retirar, su suplencia tendrá los días contados. El zar del petróleo no se queda atrás y recuerda a otros zares que el que maneja los reales es él. Quiere que quede claro que su nombre se pronuncia siempre en mayúscula.
Se preparan para las zancadillas. Si al jefe le sigue caminando el mal, veremos como este juego de tronos se convierte en guerra. El hombre de la pantalla nocturna afila la hojilla. No ha decidido todavía a quien o quienes pasar su filoso instrumento por la yugular. Porque abundan las venas. Y él ya aprendió que no hay que apostar a perdedor.
Entretanto, al hombre ya ni lo recibe el presidente isleño. Ahora mandan a un subalterno y ponen la alfombra roja usada. Toda una señal. Y él que se creyó eterno, inmortal… Va camino a convertirse en estatua de plaza.
Una advertencia: si antes la unidad era importante, de aquí en más será crucial, asunto de vida o muerte.