En calles de Bogotá suena música clásica hecha por migrantes venezolanos
Hace dos años Erick Sánchez empacó sus sueños en una maleta y empezó a viajar por tierra desde el estado Monagas, en su natal Venezuela, hasta Bogotá acompañado solo de su mejor amiga: una viola con la que se gana la vida hace 14 años interpretando música clásica.
Él, que no aguantó más el hambre ni la desesperación que le generaba recibir la quincena que se ganaba como profesor y tener que elegir entre desayunar, almorzar o cenar porque el dinero no le alcanzaba para más, supo entonces que era tiempo de emigrar.
A Bogotá llegó gracias a que su hermano, que ya trabajaba en una barbería, le financió el costo del boleto de autobús.
Durante el trayecto debió esconderse para evitar los fuertes controles que había en ese momento, cuando todavía no se alcanzaba la histórica cifra de 1,3 millones de venezolanos en Colombia.
«Estaba agobiado. La situación económica en mi país me fue presionando y empecé a sentirme deprimido porque quería ayudar a mi familia pero no podía ni ayudarme yo mismo», dijo a Efe el joven, de 24 años.
En esta ciudad, refugio de colombianos provenientes de diferentes regiones que ven en ella la oportunidad de conseguir un empleo, Erick empezó a vender empanadas y café pese a que hizo parte del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles de Venezuela.
En la calle y por cuenta del inestable clima capitalino, a veces aguantaba frío y otras un insoportable calor, mientras vendía entre 20.000 y 30.000 pesos diarios (entre 5,7 y 8,6 dólares).
«Se trataba de sobrevivir, de iniciar desde cero, pero con la fe de que todo iba a mejorar», comentó Sánchez, que con sus jeans rotos, cazadora deportiva, tenis negros y gorra del mismo color, parece aún más joven.
Un día, mientras promocionaba sus empanadas, vio que un grupo de compatriotas hacía música en la calle.
A Erick se le iluminaron los ojos y las ideas porque era la oportunidad de volver a utilizar su viola.
Con el instrumento que tantas alegrías y logros profesionales le regaló en Venezuela comenzó a subirse en los vehículos del sistema público de transporte masivo Transmilenio, que a diario moviliza a 2,6 millones de pasajeros y a quienes por minutos lograba cambiarles la estresada cara con su arte.
Luego conoció a más inmigrantes que como él dejaron atrás el recuerdo de cientos de presentaciones en los mejores auditorios de la nación petrolera.
Ese es el caso de María Morales, que daba clases de violonchelo en las escuelas, y para quien «ha sido difícil pasar de hacer música de orquesta a interpretar reguetón», género que más piden los curiosos que se acercan a escucharlos y a dejarles unos cuantos pesos en un tarro adornado con la bandera de su patria.
Vallenato, merengue, salsa y balada también hacen parte del repertorio de la banda que crearon junto a otros cuatro talentosos jóvenes.
Los seis pasaron de tocar en Transmilenio a ubicarse en las esquinas de la zona rosa bogotana para deleitar a los transeúntes con las notas que salen de viola, guitarra, cajón peruano, violonchelo y violín, y por las que reciben en los «días buenos» en promedio unos 80.000 pesos por persona (23 dólares).
El vaivén de los autobuses rojos, que llevan sentados y de pie a entre 150 y 260 viajeros, todavía hace parte de la cotidianidad de Esther García, que salió desde el estado Carabobo.
A ella, aunque la agilidad propia de sus 24 años le permite mantenerse firme mientras toca el violonchelo, le parece «incómodo trabajar así», en medio de los empujones y del afán con el que entran y salen los usuarios en cada estación.
Sin embargo, está convencida de que pronto su talento y las ganas de salir adelante le abrirán «un nuevo camino».
«Por eso, cuando los artistas se enteraron de que en Bogotá estaba el violinista Eduardo Ortiz, quien en Venezuela se desempeñó como director de orquesta sinfónica, renació la esperanza de volver a la música clásica».
«Me encontré con la realidad de los venezolanos que, a pesar de tener el nivel de haber sido músicos principales del maestro Gustavo Dudamel, director de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, estaban en la calle y los buses», señaló Ortiz, presidente de la Fundación para la Integración Musical de Colombia.
De inmediato se le «movieron las fibras» y supo que su misión iba a ser «lograr que la música generara una integración social en el mundo».
En cuestión de meses reunió a 120 personas, el 80 % de las cuales son de Venezuela, para integrar en Bogotá la Orquesta y el Coro Sinfónico de la Juventud, que el pasado 27 de septiembre tuvo su primera presentación en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, bajo la dirección del maestro y pianista Ricardo Gómez Mijares.
La noche del viernes ese espacio retumbó con la Sinfonía No. 9 en mi menor, Op. 95, también conocida como «Sinfonía del Nuevo Mundo», una de las más conocidas del checo Antonín Dvorak.
La expectativa era evidente en la cara de cada uno de los muchachos que trabajaron en las calles y el Transmilenio hasta el mediodía para poder ir hasta sus viviendas por el «traje elegante» con el que asistieron al último ensayo y luego al concierto.
En el auditorio, que estaba a reventar, recibieron el aplauso de colombianos y venezolanos, que se emocionaron hasta las lágrimas al escucharlos.
Ellos entendieron que esa puesta en escena fue «un engranaje humanitario increíble y lleno de hermandad», como la definió Ortiz, pupilo del célebre y ya fallecido José Antonio Abreu, fundador del Sistema Nacional de Orquestas Sinfónicas de Venezuela.
Ahora, el violinista consideró que tras el importante y emotivo paso que dieron lo que sigue para los artistas, que hoy de nuevo salieron a ganarse la vida en las calles bogotanas, es convertir a la orquesta que crearon en la «cúspide musical migratoria de América Latina».