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Crónica de viaje

La primera vez que hice la carretera Cúcuta-Bogotá fue en 1968, para reunirme con familiares y estar presente durante la visita del papa Paulo VI a la capital colombiana.  Para mí, que había hecho en once horas el trayecto entre Caracas y San Antonio, me era difícil entender que para la siguiente etapa se precisasen quince horas o más, siendo que la distancia a recorrer era doscientos kilómetros menor.  Lo que condicionaba eran tanto la escarpada orografía, como que, en ese tiempo, el asfalto se terminaba a los 75 kilómetros de arrancar, después de Pamplona, y solo volvía a aparecer ya llegando a Tunja, a una hora apenas del fin del viaje.  Del resto, ¡trague tierra!  Ahora, tomé la misma ruta —que no la misma carretera— para pasar unos días con parientes y amigos en Chinácota, un pueblito antes de Pamplona. 

El progreso que se nota en Colombia se percibe al apenas pasar el puente internacional —a pie, por culpa de Platanote y la guerra artificial que se ha inventado para distraer a los más bobos, que son los que le creen.  Todo limpio, bien iluminado, urbanizaciones y edificios nuevos por montón.  Y la autopista hacia la capital acabó con el viaje por carreteras peligrosas, llenas de barrancos terroríficos; ahora el asfalto está excelente, abundan los señalamientos viales, tanto en el pavimento como en los carteles.  Todos, con información útil, en pintura reflectante.  Eso sí, se paga por usarla.  Cero populismo barato del que nosotros sufrimos hace largos veinte años.  El gobierno no tiene empacho en dar las vías, la electricidad, el gas, en concesión.  Pero exige el cumplimiento de lo contratado.  Lo que eran apenas barrios extramuros de Cúcuta, muchos de ellos tuguriales (sí, ya sé, esa palabra no está aprobada, ¡pero cómo describe!), ahora son municipios con todos los servicios.

Lo único triste que vi fue la impresionante cantidad de venezolanos —centenas en los apenas treinta kilómetros en que me tocó viajar paralelo a ellos— marchando a pie por el hombrillo, hacia un destino incierto, en la migración forzada, terrible, a que han sido condenados por un régimen que dice amar mucho a los pobres, pero que nada hace para sacarlos de la pobreza.  Por el contrario, diligencia para hundirlos más, hacia la indigencia, ya que necesita de ellos para poder seguir desmandando y robando. 

Creo que la última vez que lloré antes, fue cuando falleció mi esposa; pero era tan patético lo que veía que se me salió un par de lágrimas.  Me consoló mucho saber que las muestras de solidaridad dadas por los lugareños han aliviado algo las penurias de nuestros paisanos.  A lo largo del itinerario han establecido puestos de hidratación, de alimentación, de entrega de ropa de abrigo y zapatos de recambio.  Siguiendo el ejemplo de los particulares, el gobierno central y algunas alcaldías y fundaciones han instalado refugios donde los viajeros pueden pasar la noche a cubierto, protegidos, en camas, y contando con un desayuno caliente al día siguiente.  Yo pude observar la iniciativa de unos vecinos de Chinácota: a lo largo de la carretera dan limonada, pan y bocadillos de guayaba a los viajeros, para que la ingesta de azúcares y almidones ayude a reponer las calorías de los cansados caminantes.  Me contaba una sobrina que ayuda en ese cometido que, antes les daban la limonada (agua panela le dicen por esos lados) en vasos, pero que después decidieron recoger botellas plásticas, lavarlas bien y llenarlas con la bebida, para que pudieran saciar la sed más adelante en la ruta.

Me narró también la sobrina que algunos de los camioneros que regresan de llevar mercaderías a Cúcuta, recogen emigrantes para ahorrarles varios kilómetros de caminata.  La mercancía que dejaron en Cúcuta, en mucho, es para que los desesperados venezolanos puedan obtener las vituallas, los repuestos, las medicinas que no logran conseguir en su ciudad de origen.  Me consta que hay transportes que viajan desde el centro de Venezuela hasta la frontera, con retorno, para que los pasajeros, en una travesía matadora de menos de 48 horas, regresen con bastimentos que no consiguen en sus lugares de residencia.  A precios decentes, con gran variedad, como he podido comprobar.  Leches de todas las marcas, tipos y variedades ocupan pasillos completos de los supermercados.  Granos, ni se diga; caraotas, lentejas y garbanzos son los más solicitados por nuestros paisanos; aunque también llevan todo tipo de frijoles (en Colombia acentúan esa palabra en la “i”: fríjoles).  Detergentes, medicamentos, partes para automotores, todo se mueve hacia Venezuela, siendo que hubo un tiempo en que esas cosas viajaban en sentido contrario. 

En ese entonces, los colombianos envidiaban nuestros carros, nuestras carreteras, el surtido de nuestros supermercados, los licores que tomábamos.  Ahora, es todo lo contrario.  En solo las vitrinas de vendedores de autos cucuteños hay más carros nuevos que en la suma de todas las concesionarias de Venezuela.  El tramo tachirense de la Troncal 5 da grima, lástima y miedo; los huecos, los bordes de pavimento deshaciéndose, las cantidades de piedras y granzón sueltos le hacen creer a uno que va por el lecho de un río seco.  Los 312 kilómetros que hay entre Barinas y San Cristóbal se hacían en tres horas.  Ahora, en cinco.  Y tanto el chofer como los pasajeros llegan molidos y con crisis nerviosas.

Todo para atrás, regresando al primer tercio del siglo XX.  La única diferencia es que antes se debía a la ruralidad y pobreza del país.  La debacle actual se debe tanto a la rapacidad de los mangantes de turno como a la ideología de un régimen que propugna que ser rico es malo; y que, por eso, todos los medios de producción deben estar en manos del gobierno, siendo que esa manera de pensar ha fracasado donde se ha intentado imponer.  La solución no está solo en salir del mofletudo títere de los cubanos y sus cómplices.  Está en el cambio de la mentalidad gubernamental y de aquellos que quieren que todo sea gratis.  ¡Dejemos que regresen los inversores, aceptemos que es legal que tengan ganancias y que puedan repatriarlas!  Reconozcamos que se puede ser rico como resultado del trabajo honrado; que nada malo hay en eso.  O sea, hagamos como los colombianos.  Así no tendrán que seguir errabundos nuestros paisanos.  Y así se evitaría que otros paisanos nuestros derramen lágrimas, como las que solté yo, dolidos y avergonzados por el drama de los caminantes…

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