Profetas del colapso
95 años a cuestas y una salud minada. La muerte de uno de los tiranos más señeros de nuestros tiempos, Robert Mugabe, no nos toma exactamente por sorpresa; eso a pesar de que criaturas feroces como el “Padre fundador” de Zimbabue a menudo se nos antojen ajenas a las migajas de la mortalidad. Lo que no deja de sorprender es que su historia, que es la del país que sojuzgó a punta de capricho y mano de hierro, haya estado tan cruzada por el asedio democrático del mundo, sin que eso lo obligase a matizar su angurria o a renunciar al ventajismo electoral que lo llevó repetidamente a la presidencia. Mugabe, promotor de una de las mayores hiperinflaciones registradas y héroe de un reino quebrado, fue depuesto en 2017 por un golpe de Estado que lideró su viejo camarada Emmerson Mnangagwa, pero se mantuvo 37 años en el poder capeando una severa política de sanciones internacionales en su contra.
La de Zimbabue es paradoja que seguro mortifica a estrategas convencidos de que asfixiar financieramente a gobiernos autoritarios –aun a costa de la mengua en la calidad de vida de los pueblos, el daño colateral, el pago de justos por pecadores- es vía eficaz para debilitar y derrocar a los déspotas. El caso es llamativo, sin duda, pero no único. En la cola de remisos figuran Rusia, Irak, Irán, Siria, Sudán, Libia, Corea del norte, Nicaragua… ni hablar de la dictadura cubana dando rumboso ejemplo de anti-fragilidad, de facultad para ajustarse, como bestia de genes complacientes, a las acritudes del hábitat. El embargo a la isla sirvió no sólo para asegurar la sobrevida del modelo en términos discursivos, sino que llevó a una redistribución del impacto de la mengua que, para variar, favoreció a los leales.
La polémica por la contradicción entre bellas intenciones y efectos visibles de las sanciones generalizadas y con fines de coercing-constraining-signaling, en fin, no es gratuita. La investigación empírica luce irrebatible: tales movidas recrudecen el empobrecimiento de naciones donde se aplican, haciendo al ciudadano más dependiente del gobierno opresor. En otros casos, tienden a activar a grupos opositores no necesariamente democráticos (como ocurrió en países árabes) con correspondiente saldo de violencia interna e inestabilidad crónica; o generan dinámicas de victimización-defensa y represión por parte de los sancionados, como advierte Ronald Wintrobe, que agravan el socavamiento de las libertades originalmente reclamadas y atornillan a los mandones. Es la penosa crónica del autogol; el sino de quien corre, suda y sangra para terminar logrando lo contrario de lo que desea.
Con una línea entre “malos” y “buenos” que empieza a desdibujarse cuando los cuerazos de la crisis se acentúan, es difícil zafarse de responsabilidades. El caso de Venezuela -un naufragio cabalmente asentado en el informe de la Alta Comisionada de ONU para los DDHH- no escapa de esa trampa. Todo indica que las llamadas sanciones inteligentes, esas que al afectar intereses de individuos pudiesen fungir como incentivo para concesiones focalizadas, fueron vistas por el gobierno de EEUU como un medio de presión insuficiente. En rapto de desbarajuste y nerviosismo (¿pesa la jugada electoral de Trump?) terminan reforzadas con sanciones dirigidas principalmente a PDVSA. La amenaza para un país despellejado por 20 años de chavismo es palmaria. Pero gracias a los Profetas del Colapso, el costo de una vajilla hecha trizas puede terminar cargado a la cuenta de quienes incluso denunciaron la francachela; y de un pueblo, claro está, cuyos entecos bríos apenas alcanzan para desgranar el corto, cortísimo plazo.
Por eso propuestas como la que el año pasado lanzara el ex embajador William Brownfield (“la mejor solución sería acelerar el colapso, aunque ello produzca un periodo de sufrimiento de meses, quizás años”) no dejan de consternar; no sólo por la falta de piedad que de ellas emana, sino por lo erráticas, porque tales barruntos dan la espalda al dato verificado. Apostar al derrumbe económico como forma de hacer saltar las bases de apoyo político-militar del chavismo ya no luce, de hecho, tan factible como en enero. Ah, pero acá también asoma un contumaz desapego por el “sensus communis” (y eso “significaba para los romanos, además de sentido común, humildad, sensibilidad”, musita Voltaire). El empeño en tener la razón, en ensayar una tesis rocambolesca no importa cuántas veces nos estrellemos contra la tapia de la realidad es, por lo menos, inquietante.
Cuentan que Edison, interpelado sobre los mil intentos previos a la invención de la bombilla incandescente, decía que no había fracasado, sino que aprendió 999 modos de cómo no hacer una bombilla. Ah, lamentablemente el largo enamoramiento que inspiran las ideas interesantes no siempre es sostenible en política, donde son pocas las oportunidades para fallar, fallar y empezar de nuevo. Consciente de la agonía de gente de carne y hueso, un líder no puede darse el lujo de revivir una y otra vez trágicas pifias para entender que sin certezas mínimas, sus decisiones terminarán siendo bombas de tiempo.
@Mibelis