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¿Perdón sin arrepentimiento?

Ya empleé este título en un artículo anterior.  Fue hace unos veinticinco años, cuando apenas liberado (y antes de enchufarse en el gobierno del doctor Caldera), el teniente coronel Arias Cárdenas declaró que no se arrepentía de los muertos del cuatro de febrero.  Y lo declaró tres veces en menos de cuarenta y ocho horas; primero en Caracas, luego en Valencia y después en Maracaibo.  Yo comentaba que uno pudiera entender que —después de escuchar a tantos zalameros susurrándole aquello de la «cárcel de la dignidad»— Arias mostrase cierta renuencia a negar que el cuartelazo del 4-F había sido moralmente torpe.  Pero que era inadmisible que no le doliesen los asesinatos de ese día, todos como resultado de su intentona.  Porque él había estudiado en el seminario, varios años antes de ingresar en la Academia Militar, y debía acordarse de algo que aprendió en aquel semillero: que de nada valía confesar las faltas cometidas si no había arrepentimiento; ya que el verdadero perdón sólo se logra por la contrición.  Esta, desde los lejanos tiempos del Concilio de Trento, se define como «un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar». 

A esta Venezuela de tan corta memoria —y tan generosa para absolver, indultar, disculpar, a quienes ni siquiera hacen el esfuerzo de pedir perdón—, hay que estar recordándole que hubo muchos muertos en varias ciudades venezolanas como consecuencia de la asonada.  Solo en Valencia, donde vivo, hubo ocho: cinco muchachos de nuestra universidad y de las Fuerzas Armadas que, azuzados por los inescrupulosos subversivos, creyendo estar haciendo algo loable, atravesaron toda la ciudad para ir a asaltar un módulo policial.  Estos fueron abatidos por la Guardia Nacional y la Disip al realizar un contraataque para defender a los agentes que solo estaban acuartelados allí, sin actuar ni dar excusa alguna para el ataque artero que recibieron.  También murieron tres policías, que fueron cazados como conejos por los agresores.  Todos ellos deben dolernos, sin importar en cual bando estaban, ni qué era lo que hacían.  Unos y otros tenían responsabilidades, que ya no podrían cumplir, con sus familias y con el futuro de la nación.

A Arias Cárdenas y a todos los que sostienen aún que no hay nada de que arrepentirse, les dediqué un trozo de una obra de teatro de Cervantes, El gallardo español: “De las cosas ya pasadas / mal hechas, se ha de acordar, / no para se deleitar / sino para ser lloradas”. 

Desde ese lejano tiempo, siempre sostuve que sobreseer a los actores del putch era un error, porque el sobreseimiento regresa el estado de la causa al momento anterior a la comisión del delito; o sea, que este no existió.  Y, por tanto, no hay culpa que atribuir a nadie.  Creía, (todavía creo) que lo sensato era —ya que el momento político sugería que se excarcelase a los autores del intento de golpe de Estado— pasar una Ley de Amnistía, que reconociese que hubo un delito pero que por razones de conveniencia social había que disimularlo.  Es la teoría del mal menor.

Toda esta rememoración viene al caso porque desde hace años estoy viendo y criticando que apenas algún dirigente rojo decide abandonar sus querencias de muchos años, saltan los de la oposición, con palmas en las manos, cual Domingo de Ramos, a darle bienvenidas cariñosísimas que incluyen la inclusión en listas de candidatos para concejalías y diputaciones.  Muy poco se repara que esos saltos de talanquera no son versiones modernas del episodio de Saulo en el camino de Damasco —que se vio la luz, que se descubrió la verdad— sino malabarismos interesados para la pervivencia.  No pasan de ser el salto de las ratas que abandonan el barco que está a punto de hundirse.

Vienen a mi mente dos de estos hechos, bien lejanos en el tiempo para no tener que detenerme en los más recientes.  Uno, la designación de Pablo Medina como primer vicepresidente de la entonces Cámara de Diputados.  Este había aparecido en una manifestación en Petare haciendo armas contra las fuerzas policiales; también se salvó de ser enjuiciado por unas armas robadas en Fuerte Tiuna solo porque en el Congreso no se logró la mayoría para el allanamiento de su inmunidad, que había sido solicitada por la antigua Corte Suprema.  El otro es el de Ismael García, un pícaro como el que más.  La Victoria sabe bien de sus andanzas como alcalde de uñas largas; fue de los más ponzoñosos ejecutores de los antojos de Boves II; fue quien, con Didalco Bolívar y Ramón Martínez —un par de gobernadores ladronazos; tanto, que hoy son perseguidos por sus antiguos copartidarios—, inventó el partido Podemos para acorralar mejor a la oposición.  Y apenas saltó la talanquera, esa misma oposición lo llevó en andas a ser candidato por la Alcandía de Caracas.

Ahora, cuando el PUS se desmorona y muchos vivianes andan desesperados haciendo ver que nunca apoyaron al obeso nortesantandereano y que no avalan la usurpación, los dirigentes de la alternativa democrática tienen que estar claros: aquellos no son sino ladinos que buscan disimular su pasado buscando donde agarrarse, así sea un clavo ardiente.  No olvidar lo que opina Shakespeare en su Timón de Atenas: «Nada encallece tanto al pecado como la compasión”…

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