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Contra el silencio y el olvido

Después de más de un año de la rebelión cívica en Nicaragua, y de la despiadada ola represiva que dejó centenares de muertos, heridos, encarcelados y exiliados, el régimen se encierra en sí mismo para negar toda posibilidad democrática. Su aspiración parece ser la de prolongarse en una “normalidad” forzada, que haga a la comunidad internacional acostumbrarse a convivir con una dictadura más en América Latina, de las muchas a lo largo de la historia, y que la vigilancia de los organismos de derechos humanos se aplaque.

El aparato de poder bajo un férreo control único, policía, fiscales, tribunales, diputados, magistrados electorales, todo apunta a ganar tiempo y silencio, cansando a los adversarios, para llegar a las elecciones marcadas para el año 2021, y bajo las mismas reglas fraudulentas del sistema electoral viciado, y quizás apenas retocado, conseguir de nuevo la reelección para el comandante Ortega, que empezaría su quinto período acercándose a los ochenta años de edad.

¿Qué es lo que el régimen quisiera? Un país convertido en el reino del olvido, sujeto a la mediocridad cotidiana, del que nadie se acuerde, como el Paraguay del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, en la primera mitad del siglo diecinueve,  que describe en colores tan sombríos Augusto Roa Bastos en su novela Yo el Supremo.

Si los niveles de deterioro siguen progresando, y la única manera de revertir este deterioro es un  cambio político a fondo, las condiciones económicas habrían devuelto a Nicaragua en ese año de 2021 al Producto Interno Bruto que tenía a comienzos de los años sesenta del siglo pasado. Un país joven, con el setenta por ciento de su población menor de treinta años, condenado al fracaso, y situado en la cola del desarrollo, ese territorio de allá atrás desde donde los ruidos llegan confusos, y amortiguados.

Un país que mientras no pueda expresarse libremente en las urnas, seguirá votando con los pies que se alejan hacia las fronteras, con lo que la desolación se volverá más agobiante. Exiliados jóvenes, sobre todo. Ya hay centenares de miles en Costa Rica, en el resto de Centroamérica, en los Estados Unidos. El primer producto de exportación de Nicaragua son los nicaragüenses: las remesas de los emigrantes se colocan ya muy por encima del café, o de la carne, o del oro. Es una sangría que hay que detener.

De acuerdo a esa visión arcaica, los socios y aliados internacionales de Ortega son ahora casi todos lejanos y fantasmagóricos: Abjasia y Osetia del Sur, los dos territorios del Cáucaso que la Rusia de Putin arrancó a Georgia para convertirlos en republiquetas, igual que Hitler arrancó los Sudetes a Checoeslovaquia; Sudán del Sur, perdido en el África Oriental, sometido a la guerra civil y las hambrunas, con el que Ortega ha establecido recientemente relaciones diplomáticas; Irán, cuyo canciller, Mohamad Javad Zarif, estuvo hace algunas semanas de visita oficial en Managua; y, hasta cuando dure, la agónica Venezuela de Nicolás Maduro.

Pero Nicaragua es, por el contrario, un país vital y abierto por naturaleza, que resistirá el aislamiento y la parálisis, y que no dejará nunca de demandar libertad y democracia, como lo ha hecho a lo largo de su historia. Y que pugnará siempre para que no se olvide que por debajo de la losa de silencio que se trata de imponer, y por encima de la arbitrariedad cotidiana, está latente la rebeldía, que es la que al fin y al cabo se impondrá.

Las arbitrariedades llegan a volverse cómicas, pese a la cauda trágica que arrastran. Este es el único país del mundo donde los colores de la bandera nacional, azul y blanco, convertidos en símbolos de resistencia por la gente, están prohibidos, y exhibirlos o desplegarlos es penado con golpizas y prisión: como en una novela de Jorge Ibargüengoitia, el gran escritor mexicano, a un ciudadano que pintaba las paredes de su casa de azul y blanco la policía le decomisó la brocha y los botes de pintura, y luego, manu militari, fue vuelta a pintar de verde y amarillo, colores que la autoridad estimó que la casa de este ciudadano debería tener: los gustos y colores están confiscados.

Que no se olvide, fuera de nuestras fronteras, que los medios de comunicación  sufren en Nicaragua una constante y deliberada represión, como se ha  visto pocas veces en América Latina: la empresa de televisión 100% Noticias sigue silenciada, sus oficinas y estudios ocupados por fuerzas policiales, y su director, Miguel Mora, pasó preso medio año en una celda de aislamiento.

Las instalaciones de la empresa de comunicaciones que publica el semanario Confidencial, y emite los programas de televisión Esta Semana y Esta Noche, también se encuentran ocupadas, y su director, Carlos Fernando Chamorro, fue forzado al exilio en Costa Rica, igual que otros periodistas de esos medios.

Los únicos dos diarios de Managua, La Prensa, el más antiguo del país, y El Nuevo Diario, están siendo estrangulados por la retención arbitraria en las bodegas de las aduanas de las provisiones de papel y tinta, lo que los obliga a salir con un reducido número de páginas, y hace inminente el cese de su publicación.

Un país donde los jóvenes, con inmensa sabiduría y madurez, ha renunciado a la lucha violenta y buscan una salida democrática sin más derramamiento de sangre, merece ser escuchado, y no ser sometido al silencio y al olvido que la dictadura pretende, convirtiendo en normal lo anormal.

Lo que la gente quiere, y se impondrá al fin y al cabo, es un país con alternabilidad democrática, sin posibilidad de reelección, ni de sucesión familiar; donde los votos sean contados limpiamente, donde impere la separación de poderes, donde los jueces fallen de manera independiente,  donde la política no sea el refugio de los mediocres, los actos de corrupción deban ser castigados, y todos puedan expresarse libremente; un país libre de la mentira oficial.

Y es lo que Nicaragua conseguirá.

 

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