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Pakal, Soberano de Palenque

Eduardo Planchart Licea

Entre estas gigantescas piedras labradas descansaba mi costra corporal, último despojo de mi existencia. Eran sólo polvo y hueso derruidos por el tiempo, único asidero que me quedaba en la vida intermedia, entre  cielo e inframundo. Cuando  construí esta  montaña sagrada, la creí inexpugnable contra el tiempo: roca, sudor, cincel, argamasa fueron las bases del laberíntico túnel que me llevaba del inframundo al treceavo cielo,  donde aspiraba descansar eternamente. Los hechizos sacerdotales se rompieron, al descubrirse  la puerta de piedra y entrar a mí  sarcófago, convirtiéndome en  alma errante  entre el inframundo y el mundo celeste, quedé atrapado hasta la eternidad en  el  plano intermedio, en él soy menos que una sombra.

Por eso estoy aquí, condenado a ser una sombra por siempre. Yo, Pakal, Señor de Palenque  en el 2 Ahau, 13 Pop fui enterrado para renacer en el Templo de la Inscripciones. En mi vejez deseé atrapar y dominar la eternidad, pero ella terminó devorándome. ¡Cómo desearía no haber tenido que morir! Me aferré a la vida durante 80 soles, deseaba ver la semilla de mi carne crecer y gobernar, pero no, Kizin, el Señor del Inframundo,  y los señores  de la Muerte cortaron la trama de mi existencia.  Los burlé al construir  mi sepulcro,  donde   la tierra devora al  Sol. Sus medidas, forma  y los hechizos lanzados por los hombres sagrados  lo convirtieron en una brecha entre el reino de la fugacidad y la eternidad.  Los sacerdotes en sus visiones robaron estos secretos a los dioses  de la dualidad, para  crear esta  montaña  sagrada,  descanso eterno de mi costra corporal, rotos al ser descubierta mi última morada.

¿Cómo Escudo Solar, el hombre más poderoso del Mayab, no pudo evitar que un  enfebrecido  arqueólogo   develara lo que no debía haber sido develado?  Desde ese día, vago como luz de  luciérnaga  por estas ruinas construidas con la fuerza de mi pasión.

Daría todo lo que fui por conocer lo que nunca he podido comprender: ¿por qué la Cuenta Larga dejó de correr para el mayab?

Deseé en vida derrotar el devenir y  por azar lo vencí. Pero nunca ascenderé nuevamente a la morada de los dioses celestes. Sólo aquí vagando entre estas ruinas,  me pregunto cuándo acabará  esta permanencia ausente. Encontré mi sueño: la inmortalidad, pero  vacía y silenciosa. Anhelo   renacer como la estrella del  perro, para poder sentir nuevamente la dicha de existir. Irónicamente en este no-existir no hay diarias sangrías ni flagelaciones, recordarlo es un consuelo.  Acompañado de estas  ensoñaciones estoy  sentado sobre las escaleras de lo que fue mi palacio,  cuando la sangre palpitaba por mis venas y  meditaba en mis noches de insomnio cómo vencer a  Kizim.

La muerte,  nos corroe las entrañas mientras reímos y amamos. Cuantas veces me he preguntado por qué tenía que morir. ¿Acaso no soy el hijo predilecto de los dioses, que con su sangre fertilizó la tierra?  A pesar de ello, llegó el tiempo aniquilador, empequeñeciéndome, arrugándome, arrebatándome todos los placeres. Viví sobre un manto de fugacidad del que parece imposible escapar incluso para mi, Escudo Solar, Señor de Palenque, el único Hombre Verdadero, no he podido detener el correr del tiempo. Con obsesión miré  transcurrir  el movimiento del Sol, la Luna y Venus para intentar encontrar  la clave de los engranajes del tiempo.

Al principio todo era quietud, agua, vacío y silencio, sólo se quebró cuando los dioses fundadores separaron el abajo del arriba, creando el cielo y las estrellas. De las aguas emergió la tierra, sobre la que existimos y morimos, al secarse nacieron los árboles, las hierbas, los animales y del maíz  modelaron a los hombres que habitaron  sobre la espalda  del saurio primigenio y  sólo hasta que los gemelos derrotaron a los Señores de la Muerte nacieron el sol y la luna, las antorchas del cielo.

Desde niño me enseñaron que el sacrificio y el dolor eran  puerta a la eternidad, pero a pesar de sangrar y flagelar mi cuerpo  no pude  abrir su umbral. Sólo pude saborearla   por instantes, al tiempo  quebrarse, pero siempre la brecha se cerraba, a pesar del ser el hijo predilecto de Itzamná. La angustia  corroe mis entrañas al no poder seguir viviendo entre el correr de la pelota de hule, que con sus movimientos recuerda el nacimiento  y caída del Sol.

En vida sólo deberes tuve, mi existencia transcurrió entre rituales  que  iniciaban al alba, convirtiendo mis días en un peso insoportable. Ahora que la eternidad es el horizonte de mis meditaciones, me he preguntado infinitas veces  lo que siempre callé: ¿De qué me sirvió ser hijo de los dioses  de la tierra y el cielo si viví con  mi carne herida? Al  cubrirme las arrugas del tiempo no había parte alguna del cuerpo,  que no tuviera una cicatriz de tantas sangrías… Cántaros de sangre emanaron de mis heridas para madurar los frutos, y entrar al mundo de los dioses.

Todos hablan del poderío de Escudo Solar, el  gobernante más poderoso del Mayab,  ahora me doy cuenta de que realmente no existía tal poderío. El ser vínculo viviente con los dioses sepultó mi libertad. ¡Cuántas veces soñé con ser un  simple hombre, sin obligaciones cósmicas, sólo anhelando vivir, medrar, sudar, reír y amar! Poder sentir la reciprocidad de una mirada, la caricia de una mujer sin el temblar de su respiración. Sólo miedo y temor  sentía a mí alrededor. Mi  existir  se convirtió en una prisión, pero lo acepté a pesar de las dudas que aguijonearon  mi corazón. Porque así como los dioses celestes sintieron el peso de su creación, yo Pakal,  Escudo Solar, el Único Hombre Verdadero, Señor de Palenque, he de sentir el peso del bienestar de mis  hijos. Los dioses no parecieron ofenderse por las dudas que anidaba en mi corazón, comprendieron que era de maíz y sangre.

Al  despojarme  de los talismanes que me protegían de los Señores de la Muerte,   se  rompieron  los hechizos  por los que podía ir y salir de cualquiera de las tres esteras del cosmos.  Y  tuve que enfrentar, al  Señor  Xibalbá  en el campo de juego de pelota, de las que  pensé podía  huir.

Al entrar al inframundo  oleadas de fetidez y cínicas carcajadas me desorientaban.

– Pakal, al fin puedo ver tu rostro en el inframundo.

Podía  sentir los ecos punzantes de las palabras, como terroríficos aguijones. Era Kizin, esqueleto recubierto con despojos de músculos, y órganos desechos. Purulentas llagas cubrían los trozos de piel que se aferraban a sus huesos, mientras  sonoros cascabeles  colgaban de  su clavícula.

Te sorprende mi apariencia,  ¿acaso no somos esto realmente?  Tras el manto de vida que recubre nuestras carnes,  palpita la muerte. Veo que traes de vuelta  los talismanes que me fueron robados por los gemelos. Creyeron que realmente lograrían destruirme con sus juegos de magia. Aquí, oculto entre la tierra sobreviví a los rayos del sol y al esplendor  de la luna.  La muerte es indestructible. No es frágil como la vida. ¿No lo crees?, ¿cómo desearías pasar el resto de tus días? Quizás desees hacerlo entre la cueva ardiente, sólo calor y humo encontrarás en su oscuridad, o entre las cuevas de los murciélagos ¡Devuélveme lo que pertenece a Xibalbá!.

Algo detuvo la cadavérica mano de  Kizin cuando  iba a tomar  los talismanes. Siento un extraño poder en tu cercanía, creía que el dragón celeste había ocultado su rostro.  Eres tu  Itzamaná:  ¿Por qué proteges a  Pakal….

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