Terrorismo a la medida
Tiene que llamar la atención la celeridad inusual con la que la Comisión de Política Interior de la AN arrancó. Pero no para tratar de solucionar la grave inseguridad que asuela a los venezolanos. No, lo de la mayoría de ellos es ayudar en los intentos de eternización de Su Chocante Mediocridad. Por eso arrancaron por la dizque “Ley contra el Terrorismo y la Delincuencia Organizada”. Que es solo otro intento de pasar la “Ley Sapo”. Tanto, que si contrastamos el proyecto discutido a finales del 2011 con el que tratan ahora de imponer con su mayoría espuria, se nota a la legua los añadidos que buscan seguir llevándonos al “1984” de Orwell.
Primero, intentan revivir el “estado de sospecha” que sugirió alguna vez uno de los más irresponsables figurones del régimen. Con eso contrarían algo con lo que está de acuerdo la gran mayoría de los sociólogos del mundo: no se puede predecir la peligrosidad. Con ese argumento, entre otros, fue que se derogó la “Ley sobre vagos y maleantes”. Todos los rojos se hicieron parte en esa causa. Hoy, esa ley, que nos devino de España, solo sigue vigente en la Cuba de sus amores. Por eso no dicen nada ahora. Y, por eso mismo, se contradicen e intentan llevarnos al “Mare Felicitatis”, por órdenes de la gerontocracia castrista. Lo que se busca es tener un mecanismo más de hostigamiento en un año electoral que tiene claros visos de triunfo opositor.
Preocupante también es que se trate de tipificar como obligación dar información acerca de los “actos sospechosos” de los que se tenga conocimiento. Y hay más: se invierte la carga de la prueba; no es el Estado quien debe probar que el indiciado es culpable, sino que es a quien “le echaron dedo” al que le toca demostrar más allá de toda duda que es inocente. ¡Big Brother a millón! Que una persona ande con las manos en los bolsillos y que mire de soslayo para todos lados puede hacer pensar a alguien que el sujeto es un atracador que busca a quién robar. Pero puede ser todo lo contrario: un sufrido ciudadano que teme que uno de los muchos salteadores que hay en la vía pública le arrebate la platica que sacó del cajero automático y lleva en el bolsillo. Lo que pasa es que al meter en un solo proyecto de ley los delitos de terrorismo y de delincuencia organizada podrían lograr —previo confabulación entre un sebín rojo y un chivato del mismo color— el apresamiento de cualesquiera personas; especialmente, opositores destacados. Si fuesen dos leyes distintas, los bancos pudieran denunciar los intentos de blanqueo de capitales y los ciudadanos pudiésemos caminar sin temor. Pero eso no es lo que se quiere.
Pero lo más grave es el intento que trajeron subrepticiamente de calificar lo que es un acto terrorista como; «una conducta individual o asociativa, de acción u omisión, destinada a subvertir el orden constitucional o institucional de un país, alterar gravemente la paz pública o intimidar a una población, u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo». Si leemos con detalle, veremos que ahí cabe de todo. Hasta las protestas de los damnificados que se manifiestan porque las viviendas se las están dando a los del PUS y no a ellos —los que en mala hora y después de años de falsas promesas— siguen en los refugios.
¿Por qué no se guían por la que es la definición aceptada por la mayoría de las naciones civilizadas del mundo? Esa que no ha sido posible pasar en las Naciones Unidas porque a los regímenes forajidos, entre ellos el de Venezuela, no les conviene, ya que los despojaría del arma con la cual amedrentar a quienes piensan diferente a ellos.
La definición que es aceptada casi por todo el mundo la dio Yonah Alexander, el director del Instituto para el Estudio del Terrorismo Internacional: “el uso de la violencia contra objetivos civiles al azar a fin de intimidar o crear miedo generalizado con el propósito de lograr objetivos políticos”. La palabra clave es “violencia”. Y las protestas populares, como regla general, no son violentas; es el régimen el que la ejerce contra ellas. Ya sea por medio del “aparato represivo del Estado”, para ponerlo en palabras de Althusser —alguien a quien ellos leían mucho, antes de ser gobierno—, ya sea mediante el uso de fuerzas de choque tipo “La Piedrita” o de los seguidores del expulsado de la UCV que tiran gases para tratar de acabar con la derrota electoral que se les viene encima.
Lo necesitan urgentemente. Por eso fue que el diputado Henry Hernández ya señaló que toda “la oposición es violenta». Una mentira más en el piélago de irresponsables engañifas de estos trece largos años…