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La ciudad venezolana

Recientemente, en distintos coloquios, cursos de posgrado o tertulias, hemos escuchado una pregunta en apariencia insólita: ¿son realmente ciudades las venezolanas, tienen ellas derecho a exhibir el mismo título que universalmente se le ha reconocido a Roma, París o Nueva York, para mencionar apenas unos pocos ejemplos?

Si nos atenemos a la definición de Kingsley Davis una ciudad es “una comunidad de considerable magnitud y de elevada densidad de población que alberga en su seno una gran variedad de trabajadores especializados no agrícolas, amén de una élite cultural e intelectual” –no debería haber discusión acerca del derecho que tienen las venezolanas a ostentar ese título. Pero me temo que, en realidad, la pregunta va algo más lejos: ¿qué tipo de ciudad es la venezolana y cómo se coloca en la actualidad?

Más allá de la definición genérica de Davis, las ciudades contemporáneas son realidades muy diferenciadas entre sí: no es lo mismo Boston que Florencia, Nueva York que Shanghai o Caracas que Buenos Aires, pero, como ha afirmado el historiador Fernand Braudel, “una ciudad es siempre una ciudad, se halle donde se halle ubicada tanto en el tiempo como en el espacio”. Sin embargo, J. Kotkin (2005) ha llamado la atención acerca de “un nuevo fenómeno histórico: la gran ciudad que crece sin el correspondiente incremento de prosperidad y poder”, dos variables que él considera inseparables del concepto de ciudad, lo cual remite a Jane Jacobs, a quien se atribuye la idea de que una característica distintiva de la ciudad es su capacidad para transformar en miembros de la clase media a la población pobre que llega a ella.

Volviendo al tema de las ciudades venezolanas, no es difícil constatar que en el lapso que va de la década de 1930 al fin del siglo, impulsadas por la riqueza derivada de la renta petrolera, ellas no sólo crecieron en población y superficie sino que, independientemente de sus insuficiencias y desigualdades, fueron capaces de crear una cuantiosa y aparentemente muy sólida clase media que se constituyó en la base de la democracia venezolana del siglo XX: se podía entonces hablar con propiedad de ciudades, problemáticas e imperfectas, es cierto, pero en evolución.

Hoy, lamentablemente, el panorama es otro: como lo demuestran las encuestas Encovi nuestras ciudades han invertido la función que les atribuía Jacobs convirtiendo en pobres a la clase media; y algo quizá aún peor, destruyendo las elites culturales e intelectuales que según Davis eran una condición de la ciudad, obligando a la diáspora por razones de simple supervivencia a buena parte de las existentes e impidiendo la formación de las nuevas mediante la asfixia de las universidades y los centros de pensamiento, la censura y hasta el bloqueo del conocimiento generado en otras latitudes. Y por si quedara alguna duda, dos destacados exponentes de la ideología del régimen, si así se la puede llamar, Jorge Giordani y Héctor Rodríguez, tuvieron la bondad de expresar públicamente su rechazo a la idea de permitir el ascenso de los pobres a la clase media: sería el fin de la revolución.

Sin embargo, no es hora todavía de decretar la muerte de las ciudades venezolanas: depauperadas a niveles nunca imaginados, ellas todavía conservan una vigorosa clase media que, aun empobrecida, multiplica los esfuerzos de resistencia, que no de simple supervivencia, para enfrentar la debacle que, con sus acciones y sus omisiones, intenta provocar el régimen, así como también, desarrollando obra y diseñando la ciudad futura, se yerguen las élites intelectuales y culturales que siguen en el país.

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