¿Cuándo empezó esto a fuñirse con jota?
Trato de que mis escritos estén libres de obscenidades y ordinarieces. No porque me las eche de pacato; ni mucho menos. Soy de los que reconozco que, a veces, un ajo está bien merecido, que hace falta en razón de la dinámica al hablar, del mero gusto de echarlo y hasta de la justicia. Pero en los escritos, pocón-pocón. Debe ser que en mis comienzos como articulista, en 1986, la redacción de El Carabobeño no dejaba pasar una sola. Pero hoy me toca incurrir en una palabrota; aparece en el texto de un artículo que me gustó y, por eso, intento glosarlo hoy: “Argentina empezó a joderse el 4 de junio de 1943 a las diez de la mañana”. Salió en negro sobre blanco en La Nación de Buenos Aires, nada menos; dicho por un filósofo de nota, sociólogo muy destacado, y uno de los intelectuales más grandes que ha parido Argentina: Juan José Sebreli.
La precisas fecha y hora son de cuando ocurrió el golpe de Estado que encumbró en ese país a la dictadura militar, el peronismo y el populismo. Mucho me temo que para instalarse definitivamente… Como será de cierto, que hay gente fanatizada que se niega a creer que Cristina Fernández y su difunto marido, el tuerto Kirchner, se robaron ingentes cantidades de dineros públicos. Hay videos de él abrazado a la bóveda que mandó a construir en una de sus muchas propiedades, y de Máximo, el hijo de ambos, supervisando el contaje de montañas de billetes de a cien dólares con varias máquinas de las usadas en los bancos. Ella tiene abiertas unas dos docenas de expedientes penales por corrupción. Y hay quienes, aun así, están dispuestos a sufragar por ella en las venideras elecciones. Es la fauna que se acostumbró a recibir sueldos, bonos y paquetes de alimentos sin haber trabajado un solo minuto para ganárselos. Son los que forman grupos violentos, pagados con parte de los dineros robados, para hostilizar al gobierno actual que solo hace lo posible por enderezar la economía nacional, tan maltrecha después de tres períodos gubernamentales signados por mucho “amor al pueblo” y la repartición de riquezas que no existían en el Tesoro ni estaban en los presupuestos oficiales. Todo eso, en un país que fue el más instruido de Iberoamérica. En el que formaron para la educación y la cultura Sarmiento, Alberdi, Avellaneda y otros personajes igualmente interesados en la ilustración y el progreso populares.
Si la pregunta que se le hizo a Sebreli se hubiese hecho en Venezuela, sin dudarlo un instante, habría que contestar que fue el 4 de febrero de 1992. Ya el mero hecho de un cuartelazo luego de más de treinta años de respeto a las instituciones civiles por parte del estamento militar —de unas que obedecían aquello de cedant armae togae–, nos retrotrajo al siglo XIX. Por todo el cañón: el militarismo (que no pasa de ser una deformación de la profesión militar) no tiene una concepción democrática; y si está mixtificado con supuestas ideologías que prometen el cielo en la tierra, peor. Nada distinto de lo que ofrecieron Hitler y Mussolini…
Desde hace veinte años, cuando los alzados en armas utilizaron los recursos y medios de la democracia para hacerse con el poder y destruirla desde adentro, nos encontramos sufriendo bajo un proyecto hegemónico que no cree en la alternabilidad de la que habla “la mejor Constitución del mundo”. La concepción de ellos —aliñada de castrismo— no es democrática, ya que parten de la idea de que su parcialidad está por encima de todo lo demás; sociedad, instituciones, partidos, cultos, entidades deben subordinárseles. Sin derecho a pataleo. Y que son los únicos que deben mantenerse en el mando. Para eso, cualquier recurso es válido. Que hay que tirar a un adversario de un décimo piso, ¡pues que lo lancen! Que para obtener más dineros hay que acabar con un ecosistema frágil e irremplazable, ¡entonces, que le entren a saco! Que el proyecto necesita de unas alianzas extranjera que decidan lo que es bueno para nosotros, ¡que nos colonicen los cubanos, y que el ELN tenga puerta franca!
Así como en la Argentina actual hay personas tan enceguecidas voluntariamente, que se niegan a ver el infame desempeño de algunos de sus copartidarios, aquí, en esta tierra que fue de gracia, hay gente que no acepta (aunque se les demuestre) que las cúpulas del régimen, el PUS y los militares están cundidas de pillos. Han sido alucinados a punta carnets de la patria, bolsas de comida y bonos por esto y por aquello. La receta clásica de los regímenes dizque socialistas: el populismo. No hacer lo que es necesario sino lo que contente a la masa, así le haga más mal que bien.
Lo explica el filósofo porteño. Al preguntársele: “¿El populismo es el mayor enemigo de la democracia?”, responde sin ambages: “Sí. Hay que dejar de hablar de izquierda y derecha. Esos términos ya no tienen sentido como sustantivos. No hay un partido que sea de derecha o de izquierda. Uno puede decir «populismo de izquierda» o «de derecha», como adjetivos. Hay que hablar de democracia o populismo, dos cosas contradictorias e incompatibles…” Y más adelante, afirma: “Acá la elección es entre el mal menor y el mal absoluto. Y el mal absoluto es el populismo”.
Aseveraciones que deberíamos repetir muy seguido por aquí. Porque se necesita otra gente en el gobierno —uno conformado por personas honorables, que de verdad crean en las reglas de la democracia, las respeten y las hagan cumplir, y que preconicen un desempeño económico diferente— para que el país salga de la postración y empiece a estabilizarse en la ruta hacia el progreso. Pero, para eso, es esencial la unidad, no los marines…