Inmadurez de milenios
La primordial diferencia entre el ser humano y los demás animales es la capacidad que tenemos de pensar, de razonar, de reflexionar, aunque aún no está demostrado que esta cualidad sea absolutamente exclusiva de los humanos. Algunos animales han dado muestras de poseer elevada inteligencia, así como capacidad de aprender y comunicarse, no sólo entre sus iguales sino con nosotros, mediante lenguaje simbólico.
Pero mientras se determina científicamente la verdadera esencia de esos animales, cuánto en su conducta obedece a patrones preestablecidos por los instintos y cuánto se deriva de su capacidad de adaptarse y dar respuesta consciente y sensible, limitemos el análisis acerca de las consecuencias del proceso mental a nuestros congéneres.
El pensamiento permite no sólo darse cuenta de lo que ocurre alrededor, sino que a la par de grabarlo en la memoria en calidad de recuerdo indeleble también ofrece posibilidades de dar diferentes respuestas frente a un mismo estímulo (a diferencia de las conductas animales hasta ahora conocidas, que resultan repetitivas en su mayoría por depender de rígidos cánones instintivos, de memoria limitada en su dimensión temporal y en su variedad, y muy poco creativas en su condición de respuestas).
Más allá de los múltiples esfuerzos que el Hombre ha venido realizando desde los tiempos más remotos para satisfacer sus necesidades básicas, defenderse de sus depredadores, de las inclemencias del clima y toda la dinámica natural, quizás su mayor preocupación surge de la actitud ante la Muerte. Jamás la sociedad humana en su conjunto, apartando las excepciones que confirman la regla, ha podido asumir a la Muerte como el natural epílogo de la existencia. Los Hombres no acaban de entender que la vida es finita, y que independientemente de lo que nos empeñemos en hacer para prolongarla indefinidamente, el final llega, inexorablemente. De nada valen las riquezas o las experiencias acumuladas, la posición social, política, o académica, de todas maneras fallecemos. El Hombre interpreta esto como una profunda contradicción, basado en su natural tendencia a encontrarle sentido a todo cuanto realiza. En cierto modo, la Vida es para los Hombres como una muy larga escalera, y cada meta que cumple es un peldaño superado. El embarazo es un escalón de nueve meses y queda atrás al momento de nacer, sea por parto natural o por cesárea. Gatear, caminar, dominar el lenguaje, jugar, estudiar, relacionarse con familiares y amigos, tener un oficio o profesión, formar un hogar, cultivar un hobby, dedicarse a una actividad filantrópica en demostración de solidaridad con los demás, practicar deportes, y tantas cuestiones en las que podemos invertir nuestro tiempo y nuestros esfuerzos, constituyen peldaños que vamos superando. Obviamente, las condiciones individuales establecen diferencias en la forma de subir y en la altura lograda por cada quién en esta metáfora, de la Vida como escalera. La contradicción surge cuando la Muerte aparece. Cuando para algunos, más desafortunados que el resto, ni siquiera el primer escalón fue posible y murieron aun antes de nacer, durante el embarazo. O la muerte interrumpe el proceso vital mientras se escalan los primeros peldaños, durante la infancia, la niñez o la adolescencia. Y precisamente la capacidad de raciocinio de los seres humanos es lo que les permite encontrar absurdo el hecho de que un joven o una criatura mueran cuando aún no tenían plena conciencia de sus potencialidades ni pudieron ciertamente desarrollarlas.
La muerte de un recién nacido constituye un colosal absurdo, pero su antítesis, la muerte de un anciano tampoco se acepta con resignación, por la contradicción fundamental que toda muerte encierra para los seres pensantes, por constituir la interrupción abrupta y definitiva de un proceso en el cual la mayoría de nosotros ha realizado permanentes y valiosos esfuerzos para superar escalones y ascender en la Vida, vista como escalera. La certeza de la muerte, la mayor certeza que tenemos, nos obliga a preguntarnos el significado de todos nuestros esfuerzos, de los principios y las causas que hemos abrazado, del conocimiento que hemos acumulado, de la experiencia y la madurez que hemos logrado, en fin, del sentido de la Vida. Podemos dejar como herencia tangible un capital material (dinero y bienes), pero no podemos mantener la esencia de nuestro pensamiento y la posibilidad de seguir desarrollándolo, aunque parte del esquema mental de algunos hombres pueda quedar plasmada en una obra, estructural, artística, científica o literaria. Esa opción de que la Vida sea finita ha angustiado a los hombres por milenios, en su afán de asignar sentido absoluto a lo que apenas tiene sentido restringido. Lo eterno opuesto a lo temporal.
Ya que la Vida llega a perder sentido cuando se alcanza el convencimiento de que conduce a la Muerte, los hombres crearon a los dioses y la dimensión religiosa, en la cual le asignan a la Muerte la condición de momento de transición entre esta Vida y una supuesta vida posterior, donde hay otras opciones, ya que se inventan el cielo y el infierno, para condicionar nuestra conducta en esta existencia. Desde la más remota antigüedad, apremiados por el desconocimiento de los fenómenos naturales que causan dificultades y tragedias (aludes, terremotos, tormentas, inundaciones e incendios forestales, etc) y la angustia por la finitud de la Vida, los hombres crearon dioses, seres omnipotentes, responsables por todo cuanto ocurra en el entorno de cada grupo, y con ellos la serie de normativas y rituales que constituyen a las religiones. De esta manera, no sólo atenuaban la angustia y la contradicción que les produce la inevitabilidad de la Muerte, al establecer una continuidad en “el más allá”, sino que se aseguraban de señalar un esquema al comportamiento social e individual, mediante las específicas normas que cada religión impone a sus creyentes, que abarcan prácticamente todas las expresiones de la conducta de los seres humanos. Las religiones han variado muy poco durante los miles de años que llevan funcionando, y su mayor modificación consiste en haber trascendido el politeísmo y simplificarse en una sola deidad, (aunque en la religión católica aún persisten en rendir culto a infinidad de vírgenes, santos, beatos y reverendos, la mayoría de los cuales han surgido para darle un carácter más regional a la creencia y facilitar la identificación con la figura a la que se rinde culto). Sin embargo, a pesar de que este elaborado engaño ha venido funcionando por milenios, ya no pesa como antes ni ejerce la misma determinante influencia en el pensamiento y la acción de los humanos. Los grados de fanatismo varían, van desde los extremos de quienes se suicidan o asesinan en nombre de SU dios y SU religión, hasta la incredulidad total, o el moderado culto personal a dios, remanente de un hábito cultural muy arraigado, reforzado por el temor a la reacción de las mayorías, que suelen ser agresivas con los que no siguen al rebaño.
Fueron hombres los que hace miles de años crearon a los dioses y las religiones, para “explicar el mundo” y controlar a la sociedad. Y fueron hombres los que, en tiempos relativamente recientes, han logrado producir -mediante metódicas observaciones, experimentaciones, exploraciones, cálculos, formulación de teorías, leyes y fórmulas-, las genuinas explicaciones de la diversa fenomenología que por milenios intrigó a nuestros antepasados, y los llevó a inventar dioses y religiones. La diferencia está en el carácter imaginario y fantasioso de la cosmovisión basada en especulaciones y falacias, en contraste con la condición real y comprobable de la cosmovisión científica. La mentalidad mágico-religiosa es sencilla y rígida, fácil de comprender y memorizar. La mentalidad científica es compleja, su comprensión exige mucho esfuerzo, y muchos de sus resultados son aún parciales, no definitivos, pues una de sus características es que es inconforme y se cuestiona a sí misma, lo contrario de la infalible y perfecta cosmovisión sustentada en seres ficticios, fábulas, leyendas, mitos, invenciones y reinvenciones, que inclusive ha tratado de adaptar algunos resultados científicos a sus catecismos, sagradas escrituras, torá, biblia, corán, aunque sus contenidos sean incompatibles. Oportunismo mondo y lirondo. De la intolerancia que encarceló, torturó, asesinó, a quienes ofrecían inconvenientes verdades (Bruno, Galileo), saltan al reacomodo y la reinterpretación de las antiguas falacias, para actualizarlas y “ganar indulgencias con escapularios -y resultados ciertos- ajenos”.