El legado de Hayek
(Dedicado a los amigos Carlos Ball y Carlos Granier, que sobre Hayek saben mucho más que yo)
«La civilización moderna le ha dado al hombre poderes nunca antes soñados que, aun sin comprenderlo a plenitud por él mismo, son el fruto de su capacidad de desarrollar métodos con los que utilizar más y más conocimientos y recursos que ninguna otra mente antes que él.»
F. A. Hayek.
Es difícil precisar la magnitud de la deuda que las últimas generaciones de este siglo, y las nuevas de los que vendrán, van a tener con el pensamiento de este filósofo austríaco del moribundo siglo XX, que fue Friedrich A. Hayek. La lucidez y profundidad de sus ideas van alumbrar nuestro camino por algún tiempo, suerte de compañeras de sendero en ese nuestro viaje en pos de una sociedad abierta y realmente libre. Por supuesto, ese es un ideal que seguramente nunca alcanzaremos, porque si lo hiciéramos, nuestra civilización habría llegado entonces a ese punto en que no habría ya razón para cambiar, y eso, como bien lo demostrara el mismo Hayek, es un sinónimo de la muerte. Esperemos nunca llegar allí.
Para Hayek, la vida es sinónimo del cambio. La vida es el discurrir hacia el futuro, hacia la sorpresa. La muerte, en cambio, es lo permanente, la certeza.
Hayek, como economista, fue siempre un defensor del mercado; sin embargo, para él, el mercado no era esa invención cuasi mítica que, el también economista del siglo XVIII, Adam Smith, caricaturizara como «la mano invisible». No. Su pasión por el mercado no era fruto de la fe, sino de los hechos, del convencimiento de que éste no era otra cosa que una manifestación de la realidad, de la naturaleza. El mercado es un forma de adaptación, una de las millones de formas similares que usa la naturaleza para sobrevivir al cambio. Para Hayek, la clave del mercado era la información, el conocimiento. El fue el primero en sugerir la no existencia del caos, de defender sobre los hechos la existencia de un orden espontáneo. No hay caos donde exista libertad y diversidad de conocimientos. En la naturaleza, cada individuo, cada objeto, es libre de actuar a voluntad, siempre y cuando respete un mínimo de reglas que aseguran su supervivencia. No son estas reglas, sin embargo, estáticas; no. Nada en la naturaleza es estático; todo es cambio, todo es adaptación, todo es evolución. Cada cierto tiempo, pareciera producirse un desajuste de ese orden natural, mientras se crean nuevas reglas; no obstante, la diversidad garantiza la estabilidad, la adaptación y la supervivencia. Gracias a la diversidad, la más grande de las catástrofes se transforma irremediablemente en un semillero de nueva vida, de esperanzas, de supervivencia.
Desafortunadamente, el hombre tiene dos caras. Por un lado, está el aventurero, el pionero del cambio, aquel que descubre nuevas fronteras materiales o espirituales cada día, y cuyo alimento fundamental es la sorpresa, y cuyo principal valor es la libertad. Por el otro, esta el esclavo, aquel que siempre se abriga en la muerte, en lo estático, en la certeza. Esa doble naturaleza es nuestro drama; una está escrita en nuestros genes, producto del cambio, del orden natural espontáneo; la otra en cambio, es un producto de nuestra mente, una tara que nuestra herencia cultural arrastra desde tiempos inmemoriales. Lo irónico es que, a pesar de ello, esa tara cultural es en sí misma una expresión de esa libertad, de ese derecho a auto destruirnos si queremos, atentando contra la diversidad.
Por esa razón, es que está última cara es la delicia de los poderosos, de aquellos que se benefician del «como es», y que odian el «como sería». Para Hayek, oponerse al «orden espontáneo» o, dicho de otro modo, promover la «planificación centralizada», no es otra cosa que una invitación al totalitarismo. Ante un mundo complejo hay sólo dos caminos: fijar reglas simples que nos permitan sobrevivir adaptándonos permanentemente a la complejidad, o bien, crear reglas complejas con las cuales pretender hacer del mundo algo simple. La naturaleza nos da la respuesta: el que tenga ojos que vea, y el que tenga oídos que oiga.
En el drama de nuestra cotidianidad, Hayek nos ofrece un legado retador. No es mi intención hacer de este hombre un «arquetipo de yeso» que debamos llevar a cuestas todo el tiempo. Hayek mismo se opondría, seguramente. Después de todo, él fue un hombre, un ser humano, de naturaleza igual a la nuestra. Lo retador del legado de Hayek es la necesidad de superarlo. Hoy afrontamos el reto de decidir si queremos «permanecer», o queremos «evolucionar»; si queremos descubrir nuevas fronteras o si preferimos la frágil seguridad del «seguir como estamos»; ese es nuestro reto.
«[Un individuo es] libre o no dependiendo de su rango de elección, ya sea que él pueda moldearse su propio curso de acción de acuerdo con sus actuales intenciones o, bien, que alguien más tenga el poder de manipular las condiciones para que el actúe de acuerdo a los intereses de esa persona y no los propios.»
F. A. Hayek.