Opinión Nacional

Maduro en La Habana

            Si de algo puedo estar seguro es de que Nicolás Maduro, el buen hombre que siendo un cuasi bachiller vivió la extraña aventura de pasar de una butaca de metrobus al trono presidencial de Venezuela, así lo fuera de manera tangencial aunque apodíctica, no sabe de la existencia de una de las películas emblemáticas del género del horror. Me refiero al Gabinete del Dr. Caligari, filmada por Robert Wiene en la Alemania de 1920, en pleno despliegue del expresionismo, bajo las brumas del terror que se presentía en el ambiente luego de las feroces vivencias de las trincheras de Valmy y Verdun y los estremecimientos revolucionarios de Múnich y Berlín, que respondían a los 10 días que conmovieran al mundo desde San Petersburgo, al decir del estadounidense John Reed.  En el Gabinete del Dr. Caligari están prefigurados todos los horrores que ya Bram Stoker había novelado en su Drácula, siguiendo la estremecedora tradición  literaria abierta por Mary Shelley con su Dr. Frankenstein. La literatura al servicio del cinematógrafo, que recién nacía.

            Lo digo porque si alguien se parece al siniestro Dr. Caligari, con sus desencajadas órbitas expresionistas, sus largas y medio sucias uñas mefistofélicas, sus greñas desparramadas como de Grigori Rasputin, el confesor de la zarina y sus feroces mandíbulas férreamente entrelazadas, dignas del famoso Tyrannosaurus rex, el depredador carnívoro por excelencia y emblema del horror prehistórico, ese es Fidel Castro.  De modo que aún sabiéndolo en ese patético y lamentable estadio de la inexorable vejez que el vulgo, con sus estremecedores aciertos semánticos ha bautizado como la era de los cagalitrosos, no deja de ser amenazante la sola idea de aproximarse en puntillas, el corazón en bandolera, repicando al tam tam de King Kong a punto de despacharse a Anne Darrow, precisamente a ese gabinete misterioso del Dr. Caligari, que imagino en penumbras. ¿Qué sentirá el grandulón cucuteño, con nombre de zares y sabios  cusanos, a menudo ninguneado por la matrona asargentada que lo viste y calza, puesto en tan épica singladura frente a todo un portento de la maldad universal – primo hermano de Stalin, hijo dilecto de Adolf Hitler y seguramente concuñado de Mao Tse Tung –  cuando lo conducen por los corredores del bunker en que quien fuera el hijo bastardo del gallego  Angel Castro se oculta de  las miradas indiscretas y odios paridos de periodistas, analistas e historiadores a la caza de un minuto de atención del Odiseo caribeño?
 
            Jamás hablé ni estuve cerca del Tyrannosaurus Rex que tanto admirara en mis años mozos. Asistí a una clase de cuatro o cinco horas de materialismo histórico para analfabetas dictada por el comandante a la intemperie de la Universidad Técnica del Estado bajo el  brasador sol del verano santiaguino, hace 43 años. En la que deslumbró a los incautos comparando las pirámides de Gizeh con la mina de cobre de Chuquicamata y a los mineros nortinos con los esclavos bíblicos que acarrearon los gigantescos bloques de piedra para montar esa monumental obra de ingeniería humana. Pero a ser franco, lo que vi fue un fabulador, un charlatán, un comediante, un megalómano de una egolatría aún mayor que el
obelisco que las tropas francesas arrastraron desde Egipto hasta la Ciudad Luz para gloria y majestad de Napoleón Bonaparte. Lo que al quitarle la hojarasca enchapada en oro de la prepotencia caudillesca y militarista, tiránica y  dictatorial de quien juraba ser el ombligo del universo tercermundista no era más que una suprema payasada.

            ¿Cómo lucirá esa megalomanía injuriada por el implacable paso del tiempo en quien no es más que un viejo cagalitroso, retirado del poder  por inenarrables inconvenientes intestinales, carente del instrumento  ensordecedor de su voz tronante, miope, arrugado, sometido al báculo, a la silla de ruedas, al sillón provisto de bacinilla y escupidera? Me lo imagino tal cual en uno de los murales de la Quinta El Sordo, a las afueras de Madrid:  un anciano tozudo, porfiado, caprichoso, mala gente, presumido, avaro y pordiosero, al que si por ventura se le cae la plancha dental debe dejar ver una aterradora imagen del Goya de las pinturas negras. Esos ancianos desdentados aferrados al tazón de la sopa de ajos tratando de retardar el desenlace.
 
            De modo que el temor del pobre chofer introducido al laberinto del minotauro castrado por los años debe esfumarse luego del ritual de la foto, pásame el Granma carajito, haz que me consultas, déjame ese perfil, que es el bueno y hagamos como que estamos tratando asuntos de Estado. ¿Trajiste el cheque y los contratos? Pero eso ve y háblalo con Ramiro, que Raúl debe estar ocupado en sus vainas.
 
            Es entonces, puesto ante sus iguales: unos esbirros capaces de  descuartizar a sus abuelas, que Nico se siente cómodo. Allí ni Marx ni Trotsky: barriles de petróleo, triangulación y pásamelo todo antes de que se acabe. Entonces vendrá el tira y encoje, dame eso ahí, liquida a aquellos, no sueltes a Simonovis, dile a Cilia que no ladille. Y no olvides de llamar a los alcaldes, que son unos lambucios incapaces de tirarse un peo. Vas bien, Maduro. Vas bien.

            Es el cuadro que me imagino. Como una canción de Serrat o Sabina. Maduro en La Habana.

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