Economía y Revolución: gerenciando en crisis
Muchos expresan que el proyecto del Presidente por su estilo y hechuras no es ninguna revolución; se usan muchos adjetivos para graficarla; sin embargo lo más curioso es que detrás de esa expresión coexiste un criterio y hasta una añoranza utópica o cierta nostalgia que las revoluciones son realmente distintas, y hasta “buenas”. Esta apreciación es tan falaz como el propio “proceso revolucionario” que vivimos.
Las revoluciones son movimientos telúricos que derrumban instituciones, cambian radicalmente reglas de juego, reemplazan instituciones con otras, creando un amplio espectro de incertidumbre institucional, y muchas llegan hasta la violencia política, la cual se convierte en mecanismo para el control del poder de quienes en nombre del “pueblo” toman el mandato para arreglarle la vida a los ciudadanos. Sin embargo, la mayoría de las revoluciones terminan haciendo lo contrario, envilecen el “contrato social” entre la gente y sus instituciones, llegándose inclusive a extremos que restringen la libertad, el mercado, el orden y la paz ciudadana. En general una revolución destruye la curva de aprendizaje que evolutivamente un país va dibujando dinámicamente con el curso de la historia.
En el caso venezolano, el proceso revolucionario dirigido por el Presidente trastocó las reglas de juego de una economía de mercado, en los hechos y en el derecho, la nueva Constitución ha reforzado al Estado como eje solidario económico y social, debilitando en consecuencia el ejercicio de los derechos de propiedad; estos, en vastos sectores de la economía han visto perder el valor de sus garantías y se han debilitado intensamente, el Estado ha renunciado a la protección de esos derechos y en muchos casos los derechos aparecen con severas restricciones institucionales como la propiedad de la tierra en la nueva Ley de Tierras.
El incremento de los impuestos como consecuencia de indisciplina fiscal y desorden político en la gerencia del presupuesto y las finanzas públicas, la devaluación con sentido fiscalista, las leyes que restringen los mercados, la permisología para la inversión, la sobreregulación de los mercados, restricciones comerciales, limitaciones al intercambio, la negativa del Estado en privatizar bienes que no son públicos, la corrupción, la debilidad del poder judicial y la opacidad en la aplicación y arbitraje de esta respecto de los contratos entre el sector privado y el público y entre terceros, el auge de la delincuencia, y hasta la promoción de la lucha de clases; la reproducción de esos fenómenos ablandan y debilitan los derechos de propiedad, incrementando costos de transacción y encareciendo por lo tanto el proceso de producción de bienes y servicios de la gente.
Los derechos de propiedad constituyen el motor de la historia para la creación de riqueza. Ellos marcan el horizonte de ingresos de los propietarios, y conocemos que una sociedad capitalista es una sociedad de propietarios. La nuestra no escapa de esa realidad institucional aunque el proceso revolucionario, socialista en su esencia, ha hecho lo imposible por limitar su desarrollo, escondido en su lucha imaginaria contra el neoliberalismo salvaje.
Este proceso de debilitamiento de los derechos de propiedad ha incrementado los costos de transacción para ejercer los derechos frente al Estado o terceros, inclusive, en el discurso político y en el engranaje informal que emanan de la gestión pública, la propiedad privada ha aparecido anatematizada; esa ha sido la razón de fondo de la pérdida de confianza en las instituciones y el Estado que ha sostenido el proceso de descapitalización de estos años y que ahora conduce hacia una contracción angustiosa de la economía nacional.
En conjunto esos fenómenos económicos y jurídicos configuran pérdida de gobernabilidad que ahora tiende a transformarse en crisis política en la medida que se ha venido deteriorando rápidamente el balance que debe existir entre los diversos poderes públicos. En el ámbito económico, estos fenómenos se expresan como debilidad del marco jurídico – y de los contratos- que justifica las transacciones y el intercambio de bienes y servicios, los cuales se conocen son extensiones naturales del ejercicio de los derechos de propiedad.
El impacto que todo ello ha tenido en la economía puede leerse claramente en los resultados económicos de estos años, y particularmente en este último semestre donde el proceso de descapitalización que observamos lleva a la economía a contraerse profundamente. Ahora, no sólo en la macroeconómico, sino en lo microeconómico, en la capacidad de hacer negocios, de invertir y generar empleo y riqueza, lo acotado ha creado un manto de incertidumbre con efecto negativo por pérdida de eficiencia y perversión de las decisiones económicas a nivel de la empresa.
Muchos actores económicos, de acuerdo y en función de su posicionamiento frente al Estado, prefieren escurrirse a través de las rendijas del rentismo que deja tras de sí la renovada fuerza intervencionista en la economía que se la dado al Estado no solo con la norma constitucional sino en muchas leyes y decretos. Muchos negocios pierden la transparencia que el mercado les dota, para convertirse en cabildeos y lobbies como mecanismos de preferencia para la sobrevivencia, no solo como empresario sino como capacidad instalada.
En este escenario, empresas privadas y públicas diversifican y perfeccionan métodos de sobrevivencia, exigen al Estado protección, como por ejemplo el decreto compra venezolano, anticuado y ruinoso, se solicitan también esquemas proteccionistas en desuso cuya historia conocenos por ser creadora de ineficiencia y pervertir la asignación de recursos de inversión.
Muchas empresas consultoras que compiten en el mercado para crear esquemas gerenciales y productivos dirigidos a modernizar empresas para hacerlas competitivas, ahora se especializan en vender cabildeo y lobby rentista en su incestuosa relación con el Estado, conocido como buen comprador pero, mal pagador.
En el mediano plazo el precio pagado por la revolución en esta manera ineficiente de hacer economía, es tan alto, que obligará, sin duda alguna, a una contrarrevolución constitucional; es decir, una reforma profunda de la Constitución dirigida en lo económico a eliminar el corsé que sobre la economía imponen la nueva Constitución y un buen número de leyes y decretos que se escribieron sobre el horizonte de un capitalismo de Estado altamente intervensionista que limita severamente la asignación de recursos en una economía donde para la inversión privada hay sectores donde le es vedado invertir, los capitales y el excedente del ahorro nacional ha emigrado hacia otros mercados.
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