Del amor en los tiempos del delirio
Esta nota, aquí resumida, es el Post Scriptum de mi libro LITERATURA Y POLÍTICA, que presentamos el próximo martes 17 de diciembre en los espacios abiertos del Centro Cultural BOD
Hay amores y amores. Si son de verdad y se asumen como Dios manda, con ellos se triunfa o se muere. Los franceses, expertos profesionales en la materia, si es a primera vista, hablan del “coup de foudre”, ese rayo que te aniquila. como el que estuvo a punto de quitarle la vida a Ignacio de Loyola y conmovió a Santa Teresa: “no me mueve, mi dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido, para dejar por eso de ofenderte.” Lo del fervor amoroso y la plenitud de la entrega religiosa es la mejor paráfrasis que se me viene a la mente: “pastores, los que fuerdes /allá, por las majadas, al otero,/si por ventura vierdes/aquél que yo más quiero,/decidle que adolezco, peno y muero”
Lo de las conversiones sólo encuentra paralelos en el enigmático mundo de las revelaciones. ¿Por qué dos enamorados, en el furor del encuentro y sin que venga a cuento, arrancan a cantar la misma canción, en la misma estrofa y en el mismo tono? ¿Por qué se llaman uno al otro desde increíbles distancias precisamente cuando ambos estaban pensando en el otro? “Si pudiera expresarte como es de inmenso, en el fondo de mi corazón, mi amor por ti…” Después de lo que me sucediera, nos sucediera, un viernes de marzo de hace 35 años, he llegado no sólo a aceptar que existen esos fenómenos paranormales de los que nos burlamos quienes alguna vez caímos estragados por el dios de la razón, sino a creer que dos seres que se aman con delirio pueden soñar lo mismo, con pequeñas variantes, en el mismo instante. no importa donde se encuentren.
Un amor pleno, como éste del que estamos hablando, supone no sólo celebrar el arte del encuentro, en el que Vinicius de Moraes cifraba el misterio de la vida, sino el enigma de la aceptación: eu sei que vou te amar/ por toda a minha vida, eu vou te amar/ desesperadamente eu vou te amar, por toda minha vida”.
La aceptación plena el otro, que es aceptar familias, tradiciones, historias, gustos, incluso odios y rencores. que las más de las veces también son compartidos. En el caso del que hablo, un encuentro de seres de dos continentes, de dos patrias distintas, de dos raigambres tan distantes en el espacio como en el tiempo. Y aunque Ud. no lo crea, sucedió. De súbito, cuando ni Soledad ni yo lo imaginábamos. Como un relámpago. Con el atronador sonido de un trueno y la luminosidad aterradora de un rayo: un coup de foudre.
Al mes de habernos conocido, de habernos visto, habernos prendado y habernos ido a vivir juntos, escandalosamente y sin consideración de ninguna especie la noche misma en que nos conocimos – “la noche de anoche, pero qué noche la de anoche, yo que estaba tan tranquila” – , habíamos alcanzado la cumbre de nuestros delirios amatorios. Ella amaba a Dorival Caymmi, yo amaba a Dorival Caymmi; ella amaba a Chico Buarque y a Maria Bethania, yo amaba a Chico Buarque y a Maria Bethania; ella amaba a Violeta Parra, yo amaba a Violeta Parra; ella me enseñó a amar a Leonard Cohen, yo le enseñé a amar a Kieth Jarret. Pero había – tenía que haber, que no éramos clones de nosotros mismos, sino tan solo la otra mitad de esa naranja maravillosa reservada a los amantes – zonas de sombra, enigmas, incógnitas y desconocimientos.
De modo que emborrachados por el enloquecido carnaval de nuestra felicidad hacíamos altos para explicarnos uno al otro esas zonas de sombra, esos enigmas, esos cuartos y zaguanes – “y la casa tuya, tu calle y tu patio” – sumidos en lo oscuro de lo que había que apoderarse para llevar nuestro amor al máximo posible del encuentro. Celoso yo de sus amores pasados y ella de los míos, frente a los cuales asomábamos los colmillos de los perros guardianes. Tú eres mía. y punto. Yo soy tuyo y punto. Y ella: sácate de la cabeza esa fulana, que si la veo la corro a palos. Y yo: no me vuelvas a nombrar a ese tarado, que le clavo una puñalada.
Hago un alto para explicar la vorágine de esos días de glorias y de furias. Tan nos olvidamos del mundo, que un día, a dos meses de haber sucedido esos acontecimientos que conmovieron a Venezuela y al mundo, nos enteramos que Renny Ottolina había desaparecido en una avioneta y las Brigadas Rojas habían secuestrado y asesinado a Aldo Moro. Nosotros, encerrados amándonos con delirio en un pequeño apartamento de Colinas de Bello Monte, con su hija, que sería mi hija y la madre de mis nietos, y su tía, que llegaría a ser mi tía. Así el resto de su familia – españolísima hasta el tuétano – me hubiera prohibido asomarme por la casa paterna, en Prados del Este.
Pues un amor como el nuestro olía a incesto, a perversión, a Sodoma y Gomorra. No era normal, como le dijo en la Vela de Coro una tía a una de nuestras queridas amigas, la madre de Aquiles: esos no están casados. Los casados no se encierran ni se aman así. Amarse tanto, tan en despoblado, sin ninguna premeditación aunque con alevosía y furor animal iba contra las buenas costumbres. Se nos veía a la legua: éramos unos forajidos.
Y en aquel viernes de marras tropecé con España. “Aquí se trata de España, bien se ve que aquí se trata, de esa España de la reja, la tortura y la mordaza”. Era ella cantando a Rafael Alberti con quien acababa de grabar en Roma ese maravilloso homenaje al destierro que se la había traído a estas costas del Caribe, “la otra orilla”, que dicen los andaluces. Y a él a las dulces costas del Paraná y al Trastévere bullicioso y estentóreo.
Para completar mi asombro ante esas esplendorosas versiones de la poesía del gaditano y decidida a llevarme por los caminos polvorientos de la vieja castilla, a la Rioja, tierra de su nacimiento, dedicó un día a enseñarme una de sus joyas más preciadas: su entrañable amigo Paco Ibáñez, el maravilloso ebanista convertido en trovador.
Una mañana de esas, en las luminosas y apacibles colinas de Bello Monte, en medio de un mundo detenido para que nos ocupáramos el uno del otro, que no existía más nada, fue poniendo con parsimonia todos los discos de Paco: sus musicalizaciones de la gran poesía española, su concierto en el Olimpia, de Paris, sus cantos de la guerra y del destierro. Cernuda, Quevedo, Neruda, García Lorca, León Felipe, Góngora, Alberti, Blas de Otero.
Amé sus canciones, pero algo en la voz, el vibrato, me resultaba ajeno. Cometí la imprudencia de confesárselo mientras almorzábamos con la hija y la tía, que en paz descanse. “Amor, yo te amo, entiéndeme, pero no me gusta Paco Ibáñez”. “Entonces”, me respondió con esa franqueza que Dios le dio, “no me amas. Porque si no te gusta Paco, no puedes estar enamorado de mí”. Y para rematar, en un tono de enigmático despecho, cogió la guitarra y comenzó a cantar canciones de Paco Ibáñez. Ya que habíamos escuchado todos sus elepés, ella se encargaría de completar la partida cantándome las tantas otras que faltaban.
Esa tarde nos pasaría buscando una amiga que nos había invitado a ver a Amalia Rodríguez, esa maravillosa cantante de fados. a la que ambos amábamos, como correspondía. De modo que opté por descansar un momento, aprovechando para seguir leyendo la Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, que ella me había regalado para que supiera en qué laberinto me estaba metiendo.
Mientras reposaba, apoyada la cabeza en el respaldar, volví al alucinante universo de Santiago Carrillo y la Pasionaria, del Jarana y el asalto al Alcázar de Toledo, preparándome para zambullirme en la España de la transición, en la que iniciaríamos nuestra nueva vida y en la que ella representaba mucho más que una cantante primordial. Era un ícono. Y esa tarde, aquella de la que estoy hablando, la de ese viernes de marzo de hace 35 años, decidió demostrarme con voz, alma corazón y vida que tenía razón: que para amarla debía rendirme a Paco Ibáñez. Y desde la sala, a dos pasos, comenzó a cantar uno de los más bellos poemas de León Felipe musicalizado por Paco Ibáñez: “como tú, piedra pequeña, como tú…”
Cerré los ojos, emocionado, cuando de pronto me despertó un guitarrazo que me hizo aullar del dolor. Abrí los ojos, empañados por la sangre que me bajaba de la cabeza, y no vi a nadie. Tiré a Semprún, salté al baño y comencé a empaparme la herida ante una tía angustiada y una niña que lloraba desconsoladamente pues nadie encontraba explicaciones a ese guitarrazo fantasmal. Y mientras la tía me curaba la herida le pedí a Soledad que averiguara qué había sucedido, cómo me había golpeado, qué me había caído encima. Dando por descontado que no podríamos ir al concierto de Amalia Rodríguez en el lamentable estado en que me encontraba.
Fue al cuarto a encontrar razones. Y al volver me miró con el asombro reflejado en su rostro, mientras sostenía en sus manos mostrándome desde el pasillo el objeto del golpe: no era una guitarra. Sin explicación de ninguna naturaleza, salvo la de la fuerza del amor, un afiche pegado sobre una pesada lámina de madera aglomerada que colgaba de la pared, sobre el espaldar del lecho, se había soltado de su sostén y había caído, golpeando primero sobre la lámina de madera que servía de escritorio, haciendo de insólita caja de resonancia con sus lápices y tinteros, para aterrizar con una de sus afiladas puntas sobre mi desprevenido cráneo.
El afiche era una obra de Picasso: la paloma de la paz y un hoja de laurel en su pico sobre un deslumbrante fondo blanco, rodeada por sus cuatro costados con las palabras solidaridad y España, en los idiomas más concurridos del planeta. Y sobre una esquina, precisamente la que aterrizó en mi cabeza, manuscrito negro sobre blanco, la siguiente leyenda, ahora manchada por mi sangre: “la distancia no es olvido. Te quiero. Paco Ibáñez”.
Esa noche no fuimos a ver a Amalia rodríguez. El destino no lo quiso. No la veríamos nunca jamás. Pusimos de mutuo acuerdo la pesada pieza de aglomerado debajo de la cama y seguimos escuchando a Paco Ibáñez, nuestro amigo entrañable. Como diría Neruda, el de “su pasión abierta, su estatura más alta que las cumbres” muchos años antes: había comenzado a sufrir y a llevar a España en el corazón.