Irritante confusión
Vivimos Tiempos de mucha tensión, confusión y deseos de que alguien desde fuera nos resuelva esta tragedia nacional. Algunos quisieran que el Papa nos liberara del usurpador. Para que esta ilusa esperanza no traiga más frustración, la Iglesia católica debe ser más clara y evitar confusiones y silencios que aumentan la irritación contra el Vaticano.
Para muchos es difícil entender que el Papa sea cabeza y servidor de la Iglesia católica y al mismo tiempo Jefe de Estado en un mínimo territorio pero con relaciones diplomáticas con casi todos los estados del mundo. El problema es que actuaciones razonables para el Estado Vaticano pueden resultar chocantes y escandalosas para la Iglesia Pueblo de Dios. En esa confusión estamos.
Neutralidad positiva Hace unos años Argentina y Chile llegaron a las puertas de la guerra por cuestiones fronterizas. El papel activo del Vaticano fue decisivo para frenar el conflicto y ahorrar muertos y odios. La mediación vaticana fue posible porque ambas naciones son de gran mayoría católica y sus gobiernos aceptaron la intervención como muy positiva por la creíble imparcialidad de un Estado sin tanques, con mucho reconocimiento moral e interesado en ayudar a ambas partes. Se le reconocía al Vaticano imparcialidad positiva (lo que recientemente el Secretario de Estado cardenal Parolín llamó “neutralidad positiva”) necesaria para ser árbitro o mediador.
Neutralidad inaceptable. No es esa la situación de Venezuela en la que los cristianos no podemos ser neutrales, sin traicionar a Cristo. Cuando un usurpador a mano armada secuestra la Constitución, arrebata las libertades, apresa, tortura y despoja de su patria y bienestar a millones… nadie en conciencia puede ser neutral entre el victimario y las víctimas. Jesús traza una radical diferencia y llama “benditos de mi Padre” a quienes atienden al hambriento, al exiliado, al preso y al enfermo, y “malditos de mi Padre” a los que niegan al prójimo la comida, la medicina, la patria y la libertad. Venezuela sufre un asalto a mano armada por bandidos que la dejan medio muerta, como en la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10,25-). La Iglesia en Venezuela, a costa de su tranquilidad y aun de su libertad, tiene que abrazar y curar al hermano herido, como lo hizo en El Salvador de manera ejemplar Monseñor Romero (con mucha incomprensión y disgusto del Vaticano en ese tiempo) hasta ser asesinado por el poder dominante. Recientemente por esa virtud heroica el Papa Francisco ha canonizado con toda celeridad a San Romero de América y lo ha puesto como ejemplo de obispo y cristiano defensor de los perseguidos. En muchas otras ocasiones (por ejemplo en la etapa final de Pinochet) se produce el conflicto entre la Iglesia-Estado en buena relación con el Gobierno y la Iglesia-Pueblo de Dios, de ciudadanos que sufren y luchan por la dignidad humana y los derechos negados por ese Gobierno.