El barranco de la clase media
Ya se ven lejanos aquellos tiempos en los que los profesionales, los pequeños y medianos empresarios del campo y la ciudad, los técnicos con habilidades de especialista, los funcionarios del Estado, es decir, esos grupos que el concepto genérico califica como clases medias, podían darse ciertos placeres que muestran que se vino a este mundo para vivir, no para sobrevivir. Cada vez son menos quienes pueden viajar en las vacaciones, incluso al interior, ir a un restaurante, comprar un automóvil confortable o simplemente cambiar el viejo equipo de sonido que ya no transmite con fidelidad las notas musicales. La erosión de las capas medias no se limita a esos lujos; también el acceso a ciertos bienes y servicios que simbolizan su estatus se ha reducido drásticamente. Las posibilidades de una vivienda confortable, la atención médica privada, los seguros, la educación privada de los hijos, se van haciendo cada vez más remotas. Los odontólogos, por ejemplo, pasan los días haciendo crucigramas en sus consultorios, a la espera de que algún paciente que prefiera dejar de comer antes que morirse del dolor de muela, se siente en el potro de las torturas. La gente tiembla cuando su carro pistonea. Se imagina que puede ser el motor de arranque, la caja de velocidades o el árbol de leva. Sabe que llevarlo al taller implicará atrasarse en la cuota de condominio o en el pago de la mensualidad del colegio de los muchachos. El dueño del taller, a su vez, gasta las horas recordando con nostalgia aquellos tiempos en los que daba citas con un mes de anticipación. Cada quien se lamenta de sus penurias.
Venezuela, después de la muerte de Juan Vicente Gómez, pero especialmente luego de caída la dictadura de Pérez Jiménez, con el Pacto de Punto Fijo y la Constitución de 1961como trasfondo, transitaba el camino hacia una sociedad con una clase media amplia y próspera. El esquema típico de las sociedades de mayor desarrollo, en el que los grupos más ricos constituyen una minoría, al igual que los núcleos más pobres (un hexágono con sus dos vértices angostos y el medio extendido), constituía la referencia hacia la que avanzaba el país. Entre mediados de los años 60 y finales de los 70, llegamos a contar con los estratos medios de mayor nivel de ingreso y más grandes, en términos porcentuales, de América Latina. Sus niveles de consumo podían compararse con sus equivalentes en países como Bélgica y Holanda, y estaban por arriba de naciones como España y Portugal. El dúo democracia-clase media lucía sólido. La distribución del ingreso, sin ser plenamente equitativa, era bastante equilibrada. Venezuela parecía lanzada hacia una cumbre de bienestar y progreso.
Todo esto comienza a girar en los inicios de la década de los 80. El fatídico “Viernes Negro” fue un aviso de lo que vendría. La devaluación del bolívar, que durante 20 años se había mantenido tan estable como el macizo guayanés, y los primeros brotes importantes de inflación (que por primera se encarama por encima de 25%), marcan la ruta que habrían de seguir los sectores medios: pérdida de poder adquisitivo, deterioro de la calidad de vida, presiones que los empujan hacia el empobrecimiento y la exclusión de muchos circuitos de consumo. Venezuela comienza a mostrar los mismos síntomas de otros países de Latinoamérica, como Argentina y Uruguay, que después de haber contado con clases medias prósperas y en ascenso durante los primeros decenios del siglo XX, ven declinar estos sectores, al punto que muchos de sus integrantes optan por el camino del exilio durante los largos períodos de dictadura, o por la emigración en las fases de recesión aguda. Afortunadamente la huida del país, a pesar de que se registra, no alcanza la escala a la que llega en esas naciones del Cono Sur.
La declinación de las capas medias se intensifica durante los años recientes. Se habla de una clase en extinción. Según cifras de Datanálisis, entre 1986 y 2003 estos grupos bajan de 24% a 16% del total de la población. Se está produciendo una recomposición de la estructura de clases en el país. La pobreza crece alimentada por esos núcleos más débiles de las capas medias cuyos ingresos caen tanto, que pasan a vivir dentro de los mismos patrones de consumo, empleo y calidad de vida que los pobres. Según la misma fuente, Datanálisis, en el sector informal trabaja 40% de la clase media. La buhonería se ha transformado en el refugio de muchos profesionales que no consiguen empleo o que han perdido su plaza. Es común ver a jóvenes con el aspecto propio de la clase media vendiendo ropa o comida o manejando un taxi para poder subsistir. Las parejas postergan sus planes de matrimonio. Las más impacientes optan por vivir hacinadas en la casa de alguno de sus padres. Las expectativas ante el futuro desde luego que las ven sombrías. En los últimos años, aunque el fenómeno todavía no posee las características de una epidemia, muchos profesionales están tratando de irse del país. Las solicitudes de visas en las embajadas de USA, Canadá, Australia y España han aumentado exponencialmente. No admiten consumir sus días condenados a llevar una vida acosada por las carencias y, sobre todo ahora, por la inseguridad personal.
Las clases medias están padeciendo los rigores que siempre han sufrido los pobres. Sin embargo, conviene recordar que esos grupos representan el potencial productivo más alto de un país, y que son fundamentales para preservar una democracia estable y una sociedad moderna, rica y equitativa.