“Cuando un actor empieza a creer que es su personaje, es hora de despedirlo”. La cita es de una película de 1956 dirigida por Anatole Litvak, sobre la historia de una mujer que, interpretada por una magnífica Ingrid Bergman, es entrenada por un trío de pícaros para pasar por la gran duquesa Anastasia, hija del difunto zar de Rusia y presunta sobreviviente del asesinato de los Romanov. Pero no es el contexto de la cita lo que nos detiene, (tampoco la incierta autoría que el dramaturgo endosa a Stanislavsky, quien instruía sobre la búsqueda consciente de la emoción en el trabajo actoral) sino el aviso que entraña. En efecto, cuando la realidad constituye, más que insumo, entresijo primero de la acción y sus pareceres, su frontera debe fijarse con precisión. Un actor que en su afán por lucir verosímil, acaba seducido por la ilusión que forjó, deja de ser útil, se vuelve una amenaza.
En tanto terreno de aparición ante otro –y donde retozan rasgos de la lógica del espectáculo: el concurso de la mirada ajena, el uso de máscaras, la “cara externa” que según Jung resguarda el rostro oculto, por ejemplo; o el discurso exuberante, fruto del antagonismo que asalta la arena pública– la política encuentra allí un mensaje relevante. Si se asume que el político está también obligado a representar un papel y hacerlo creíble, es vital para él mantener distancia respecto a la tarea a fin de que esta no lo rebase, no lo enajene. (En el colmo del utilitarismo cultural, por cierto, Bertold Brecht recomendaba a sus actores un total distanciamiento a la hora de abordar su teatro épico. Ese “extrañamiento”, decía, permitiría a los espectadores reflexionar de manera crítica en lugar de identificarse con los personajes, y evitaría que dejaran de “ser ellos mismos”, que se diluyesen en la catarsis.)
Pero hablamos de comprender dónde acaba el mundo interior y dónde el mundo existente: la realidad, madre y esencia de todas las –incluso inocuas– ficciones, no puede, no debe ser proscrita o sustituida por ellas, en especial cuando en situaciones límite, la suerte de las sociedades, su oportunidad de librarse del determinismo depende de captar esa huidiza objetividad.
Por eso, frente a la impronta romántica de nuestra cultura y su embeleso por la coherencia heroica del actor político –presa de la ética de la convicción, de la que también se apropian los adictos a las más arteras y brutales utopías– Isaiah Berlin irrumpía con sus reflexiones sobre el sentido de la realidad; atributo que distingue al verdadero hombre de acción, soporte esencial del juicio político. Y dado que en el ámbito de la acción política las claves para la decisión parecen tan exiguas, Berlin concluía que las habilidades para leer esa realidad “lo son todo” para el político. Ese olfato, esa facultad para extraer savia de las señales que brinda el entorno, para rellenar los vacíos de información y armar rompecabezas, para descifrar el silencio, sus cabriolas, y ver la rotura que otros no notan, para desestimar la camisa de fuerza del libreto ideológico e incorporar matices y texturas, servirá para procurar el bien de quienes dependen de tales decisiones.
Justamente: lo opuesto a procurar el bien o apelar al buen juicio es lo que ha resultado de las movidas del gobierno venezolano, cuyos actores decidieron creerse el personaje que la revolución concibió en días juveniles y seguir bailando en mismo escenario, sin importar que a cada instante la decoración, el tono, el jadeo del público, la calaña de los enseres cambia. Claro, sin amenaza real podían darse el lujo de solazarse en el delirio, alargar el veleidoso goce de la disociación; pero ahora surge un giro decisivo.