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Lo primero es hablar

Asumir la responsabilidad por el error cometido deja quizás una áspera, aunque no menos sustanciosa plusvalía. Sí, hay sufrimiento en ese saber que llega sin haberlo deseado. Pero ser capaz de remontar el peor de los dolores, la puntual decepción, de diseccionar con curtido ojo de cirujano las causas del fallo e identificar las prácticas que en cada circunstancia llevaron a sacrificar posiciones ventajosas, es ganancia que se redimensiona cuando la ocasión abre la puerta a un nuevo comienzo político. Esa “libertad deliciosa de equivocarme” que pregonaba Charles Chaplin quizás suene estimulante cuando aplica al ámbito privado; pero la equivocación crónica torpedeando lo colectivo sólo puede verse como una odiosa anomalía.  

Una lección derivada de la reflexión y el autoconocimiento, en efecto, parece estar obrando interesantes efectos entre nosotros. Las intervenciones en concurridos cabildos abiertos llamando a la contención y la prudencia, hablan de ese giro a favor de mantener al voluntarismo a raya. Algo que no implica, por cierto, desterrar esa “gran pasión” a la que aludía Hegel. “Hemos sido un pueblo, unos electores emocionales”, se escucha a Magaly Bolívar, por ejemplo, abuela y vecina de Maracay con “20 años de lucha”; “ya basta; tenemos que madurar… los errores son para aprender… nada vamos a hacer enfrentando a militares y policías”, corona con llana sapiencia. Nada hacemos enfrentando violentamente a quien, falto de escrúpulos pero no de recursos, puede someternos por la vía de la fuerza, cabría agregar. Penosamente, del viejo dolor algo hemos aprendido. 

De ese retorno de caminos que la improvisación hizo intransitables, ahíto de pérdidas y despojado de certezas, al pueblo venezolano -hábil para recomponerse tras la caída, hay que admitirlo- le toca plantarse ante un desafío recurrente: entenderse para hacer política. Y en política “sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela”, como decía Antonio Machado. A contrapelo del intransigente discurso del extremismo, ni la agitación sin finalidad objetiva ni el desgaste caprichoso parecen ser lo que conviene en este caso, y sí la lectura cabal del momento y sus posibilidades. 

De allí que se insista en reivindicar los medios que ofrece la política: el uso de la palabra como arma, como símbolo que alinea criterios, que articula a los distintos en suerte de gramática de lo colectivo, que redimensiona y habilita el espacio entre nos, que aglutina bríos y prefigura lo concreto. Tal como en el ágora griega, “motor de la polis”, eso que ha surgido en los cabildos es, de hecho, la ilustración más elocuente de tales virtudes, y demuestra que en contextos donde el autoritarismo aniquila libertades democráticas es donde más urge construir plazas que permitan derrotar los afanes de la guerra; esto es, vincularnos a través del lenguaje. Y hablar -que es pensar con otro-, hablar y escuchar, para actuar juntos. 

Quizás haber subestimado el estratégico poder de la palabra, hablar sin escucharnos o escuchar sólo la voz afín, obviando el planteamiento que sacude e interpela (lo cual supone aniquilar ex-ante la existencia plural del otro, condenarlo al no-ser del silencio), explica buena parte de nuestros tropiezos. “Donde acaba el habla, acaba la política”, advierte Hannah Arendt; por contraste, podríamos afirmar que donde comienza el habla, comienza la política.  

En ese sentido, y aunque acicateada por la tiranía de la necesidad básica, sorprende ver cómo una sociedad que había sido dramáticamente desmovilizada de pronto se ve impulsada a movilizarse. Es posible que el aglutinante, cauto manejo de un discurso político apelando al símbolo de auctoritas democrática que encarna la Asamblea Nacional -algo que incluso ha logrado neutralizar la narcisista desesperación de los extremos- haya caído como yesca en la reseca hojarasca. Una inesperada lumbre se ha encendido.  

Así, una lógica distinta en el abordaje de la situación nos revela la olvidada, elemental, robusta potencialidad de la comunicación que empieza a desplegarse aguas adentro. Recientemente una periodista preguntaba a Juan Guaidó si estaba seguro de que las FAN reaccionarían positivamente al llamado de apoyo a la constitucionalidad. Ajeno al ampuloso estilo de los iluminados, el diputado contestó: “lo primero era hablarles… ¿no?” Simple, pero vital. En efecto, hablar para fundar una realidad que sea comúnmente compartida, aparecer ante los demás, comprometerse con otros para generar un nuevo initium, son rudimentos que jamás debieron salir de la ecuación.  

Subsanar la deliberada ausencia de la palabra, su uso fragmentario o inexacto; evitar esgrimirla para la amenaza y la exclusión en lugar de hacerlo para procurar acuerdos, forma parte del paquete de lecciones que este periplo va dejando. En ese proceso andamos. La necesidad de cambio en horas plagadas de amenazas merece toda pequeña, toda gran revisión. 

@Mibelis

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