Prohibido prohibir
Una de las consecuencias nefastas del intervencionismo gubernamental en los asuntos económicos es que entrar es mucho más fácil que salir. El intervencionismo es como los vicios, se entra en ellos poco a poco, pero a la vuelta de un tiempo, y sin darte cuenta, te conviertes en un adicto. Lo normal es empezar con una regulación de precios de la canasta básica, la electricidad y los servicios públicos no pueden faltar, enseguida sigues con las tasas de interés, que no es otra cosa que el precio del dinero y así avanzas cualitativamente hasta que llegas al precio de la divisa, el control de cambios.
Antes de seguir con los controles vale la pena repetir la alternativa, que no es otra que el mercado. Por mucho que se demonice y se asocie con el neoliberalismo, el capitalismo monopólico y la explotación, el mercado no es otra cosa que dejar a los ciudadanos relacionarse entre sí y negociar. Hasta se podría hacer una apología de la negociación como una de las manifestaciones más elevadas de civilización y de relación entre ciudadanos y pueblos. Cuando triunfa la negociación impera la paz, las diferencias se dirimen en algún punto intermedio que satisface a las partes.
En el plano doméstico, podemos pensar en muchas actividades que siempre se han dejado al libre juego de las fuerzas del mercado. Por ejemplo, a ningún gobierno se le ocurriría regular el precio de los carros usados, aunque se tomen medidas económicas que afecten a este mercado (Pej. Subir los aranceles de los carros importados). Así continúan operando en la sociedad actividades sometidas al mercado, por mucho que el gobierno intervenga. La cultura negociadora está muy arraigada en la humanidad y cuando se interviene una y otra vez dicha cultura se adapta, pero no desaparece.
El control de cambios es un buen ejemplo de cómo la gente se adapta. Su adopción hace nacer de inmediato un tipo de cambio paralelo, el cual comienza a minar la tasa oficial, a generar distorsiones en los mercados externos y a producir ganadores y perdedores por actividades divorciadas de la productividad económica. Ante estos hechos, a un gobierno adicto a la prohibición no le queda otra cosa que seguir prohibiendo.
Los anuncios que hemos escuchado en estos días llegan a lo grotesco. Tal vez el más sonoro es prohibir que se mencione el tipo de cambio libre, que es algo así como si un moralista quisiera sacar del diccionario la palabra prostitución creyendo que así acabará con el comercio carnal. Pero también se sigue con la eliminación de instrumentos útiles como por ejemplo las tarjetas prepago.
Hay que repetir que hemos gozado de un largo período con excelentes condiciones económicas para haber eliminado el control de cambio, pero la vocación de un gobierno pre comunista consideró que era el instrumento ideal para manipular y someter al sector privado. Ahora, sin embargo, luce atrapado en sus propios manejos igual que el drogadicto al que no le alcanza para comprar la dosis creciente de heroína. Lo peor es que sin un cambio conceptual que promueva una economía de mercado en la que los agentes negocien, al gobierno no le queda otra alternativa que seguir prohibiendo.
El desabastecimiento es otro ejemplo de cómo los controles terminan resultando perniciosos. Tal parece que aquí el gobierno terminará aflojando, lo que no significa eliminar el control sino subir el precio, algo que permite augurar nuevos problemas en un futuro cercano. Con el agravante de que someter los precios a la potestad de los burócratas garantiza que las medidas siempre se tomaran tarde y mal.
Parece oportuno recordarles a nuestros líderes aquella consigna de los estudiantes del mayo francés: Prohibido prohibir. Aprovecho la fecha para desearles a los lectores que comparten conmigo este espacio una feliz navidad.