Remembranzas y Navidades
Tiempo y Espacio son las dos dimensiones fundamentales en la Realidad de la que formamos parte, y en la medida en que esas dos dimensiones se prolonguen en la específica existencia de cada quien, se hace más difícil recordar los detalles de esa complicada dinámica que le tocó vivir a cada persona, en forma directamente proporcional a la edad y el recorrido de cada protagonista. Hay vidas cortas, algunas tan breves que no permiten ni siquiera acumular recuerdos; El nonato, el recién nacido, el infante que muere, dejan de existir sin haber elaborado en sus cerebros una vivencia perdurable. Muertes tan prematuras que no dejan huella en la memoria. Otras vidas duran el tiempo suficiente para almacenar recuerdos de los momentos más significativos, y organizar ideas que nos capacitan para tener criterios propios, con los cuales tomar decisiones y posiciones acordes con nuestro nivel de madurez y genuina libertad (no hipotecadas a prejuicios, falacias, conceptos errados, presiones colectivas que nos obligan a comportarnos como borregos -de una ideología, de un partido, de una secta, de una religión, de cualquier organización social atada a visiones primitivas, que para colmo rechacen las verdades demostradas mediante la gradual evolución científica, fanáticos del dogma y los remotos pasados).
Hay vidas largas, que alcanzan edades sexagenarias, septuagenarias, aunque en su mayoría no logran sumar riqueza intelectual equiparable a la sumatoria de años, mantienen en el ocaso de sus existencias los erróneos esquemas que les fueron inculcados desde sus respectivos amaneceres, vidas estancadas por ese dañino empeño de las generaciones previas, de imponerle a las siguientes generaciones los enfoques, los rituales, las tradiciones, los cultos, las creencias, fábulas, mitos, cuentos, mentiras y falacias, cuyo mayor mérito radica en ser milenarias por haber pasado de generación en generación, y ser sostenidas por las mayorías, y muy pocos reflexionan sobre la enorme contradicción que emana de esos dos “argumentos”. Una falsedad no se convierte en verdad porque hayan transcurrido varios siglos o milenios desde que fue inventada, tampoco le otorga veracidad el que la mayoría la considere cierta. Las absolutas mayorías estuvieron convencidas de que la Tierra era plana y el centro del Universo, ambas cuestiones resultaron falaces, luego de haber sido sostenidas por la mayoría durante milenios.
Hay vidas que duran demasiado, exceden la longevidad promedio que nos corresponde a la especie humana, octogenarios, nonagenarios, centenarios, y en la mayoría de esos casos excepcionales, ocurre una regresión a la etapa inicial, los muy ancianos gradualmente pierden facultades físicas y mentales, y pasan a depender de otros, en forma similar a cuando estábamos en la primera infancia o en la etapa postnatal. La diferencia es que a los infantes los atienden sus padres, tíos y abuelos, generalmente con suficiente afecto y protección, mientras que a los ancianos los deben atender sus descendientes y no todos están dispuestos a asumir esa tarea, exigente, costosa, de forma que algunos quedan a cargo de terceros –sin parentesco y mediante paga-, otros totalmente desamparados. Muy pocos alcanzan esas longevas edades con lucidez mental e independencia corporal. Estar sometido a la creciente minusvalía, a menudo con intenso dolor, o en el absurdo limbo del Alzheimer, sin recuerdos, afectos ni conexiones con el mundo real y los seres queridos, no es vivir, es agonizar sin sentido.
Hay vidas simples, muchas al extremo de transcurrir en un limitado espacio donde nacen y mueren, otras abarcan tal cantidad y diversidad de urbes, países, culturas, etnias, personas y hechos significativos, que no les es posible mantener todos esos recuerdos en la memoria, muchos se extravían, otros se modifican hasta incluso perder su esencia. Los recuerdos de existencias sencillas perduran en la memoria, en orden y sin faltar ninguno. Las vidas complejas resultan imposibles de ordenar y recordar en todos sus elementos, de manera que debemos conformarnos con los retazos, pocos o muchos, que hayamos podido conservar en la traviesa memoria. Hay eventos extraordinarios que recordamos con facilidad -nuestra graduación, la boda, el nacimiento de cada hijo, la muerte de seres muy queridos-, las fechas y proezas más resaltantes –Armstrong y Aldrin en la Luna, julio 69, por ejemplo-.
Pero los sucesos comunes y corrientes, que se repiten con frecuencia anual, mensual, semanal, diaria, los que conforman la rutina social en que estamos involucrados, cada desayuno, almuerzo, cena, cada traslado a la escuela, el liceo, la Universidad, el sitio de trabajo, los lugares de esparcimiento como la playa, la montaña, el parque, en la medida en que se hayan repetido será inversamente proporcional la facilidad con la que recordaremos esas docenas, cientos, miles de eventos. Nuestra memoria, por razones inherentes a cada persona, seleccionará y retendrá una mínima porción de esa concatenación de sucesos rutinarios de nuestro pasado, mantendrá frescas algunas actividades hogareñas, escolares, laborales, ciertos paseos, libros, películas, tragedias, catástrofes, alegrías, tristezas, logros personales, fallas y virtudes, celebraciones, eventos que dejaron su impronta en nuestro cerebro, siendo apenas una parte de lo ocurrido en nuestras vidas, es imposible recuperar lo olvidado, a menos que algo nos brinde la conexión imprescindible para, aunque sea tangencialmente, recordar lo extraviado. Una fotografía, una conversación, un objeto, puede provocar la reaparición -parcial o total- de algún evento olvidado.
La Navidad es una celebración decembrina que asocia el supuesto nacimiento de Jesús de Nazareth, el día 24 del último mes del año, efeméride importante para la cosmovisión religiosa conocida como cristianismo, culto marginal derivado a su vez de las irreverentes críticas del referido Jesús a la teoría y praxis de la religión judía, a la que él, sus familiares y seguidores, pertenecían, culto al cual agregaron durante tres siglos, infinidad de sucesos de tipo extraordinario y milagroso, atribuidos al nazareno, hasta que supera la clandestinidad en el año 325 DC (una convención que divide arbitrariamente el tiempo en dos simples etapas, Antes y Después de Cristo, que ha sido aceptada mundialmente), gracias al inesperado patrocinio de Constantino, quien como máximo jefe del poderoso Imperio Romano decidió abandonar el Politeísmo, complicado y cada vez más difícil de sostener, adoptando el Monoteísmo de la minoría de creyentes del cristianismo, más simple y con menor trayectoria que el judaísmo, monoteísta también pero con más antigüedad y plagado de antecedentes de constante enfrentamiento al imperio. La celebración decembrina de la “natividad”, utilizó la previa y ya tradicional celebración pagana del Solsticio y sus nexos con las actividades agrícolas, celebración que compartieron también muchas religiones anteriores.
Respecto a mis navidades particulares, han sido 73, obviamente las disfruté a conciencia, pero apenas tengo recuerdos válidos de una pequeña porción, la que mi memoria almacena, todas posteriores a mi primera infancia (los primeros 7 años son una etapa fundamental en lo formativo, de la que muy poco recordamos), y narraré las foráneas. El común denominador hasta la navidad en la que cumplí 22 años (nací un 26 de diciembre) es mi madre, con regalos para todos los parientes más allegados y bien apertrechada de triqui traquis, saltapericos y cebollitas -ruidos, zigzagueos, llamas, explosiones-. Nunca fue insuficiente el arsenal que mamá compraba, sus dos hijos y la muchedumbre de sobrinos lo certificamos. La navidad del 68 fue la primera que pasé sólo, como musiú en Londres, el 24 tuve la suerte de hallar una Discoteca Restaurant, donde cené en una mezzanina viendo a las parejas bailar sanamente en la planta baja. El 31 opté por recibir el año nuevo durmiendo.
La navidad del 69 viajé por Escocia, el 24 en Edinburgo cené con el plato típico local y me fui a la cama del hotel. El 26 visité el Zoológico, allí tuve un encuentro cercano del tercer tipo con un gorila adulto, y nos identificamos como extranjeros, solos, muy lejos de nuestras respectivas querencias, un encuentro entre especies emparentadas, aunque la nuestra trate y maltrate indebidamente a la suya. Aberdeen e Inverness fueron mis siguientes paradas, pero el 31 llegué en tren a Glasgow, y luego del reconfortante baño y cambio de ropa, en la posada de YMCA, salí a buscar donde cenar en las cercanías. Venía bajando la escalera de un restaurant chino en un primer piso, que a las 10 pm ya estaba cerrando, y se lo informé a una chica que subía, conversamos durante ese corto trayecto hasta la calle, donde la esperaba una camioneta Van de carga (de las que usaban para repartir pan en la Caracas de los 50), y ella me invitó a seguir en la búsqueda de un restaurant abierto, para adquirir algo para llevar a casa. En el vehículo, además de su hermana y su cuñado, que manejaba, tenían una pequeña caja de metal con leña encendida, calefactor improvisado para atenuar el rigor del frío invernal. Recorrimos varias calles sin dar con un restaurant abierto, y -ya sabiendo que yo era venezolano, estudiante de Postgrado-, aquel trío de totales desconocidos me invitó amable y sorpresivamente a recibir 1970 en su casa. Con el resto de aquella familia en su acogedora y tibia sala, disfruté de una maravillosa noche, que incluyó los cordiales abrazos al sonar en la radio las doce campanadas de la noche vieja. Esa cálida hospitalidad escocesa compensó por la sobrecogedora soledad y la infinita lejanía que pesan sobre quienes están a miles de kilómetros de su patria, sus seres queridos, sus raíces y anhelos.
En mi último diciembre lejos de Venezuela, los trámites y el traslado de mis maletas impidieron que el 24 tuviese sabor navideño. El 26 viajé de Cambridge a Southampton con José y Otto, hermano y primo, Simón y Cohén, dos amigos. Almorzamos en el trayecto (de lo cual queda una sola imagen), y abordé la Motonave Montserrat, de bandera española, viejo y noble barco con muy pocos pasajeros en primera clase, en segunda y tercera iban muchos más, con destino a Trinidad y Jamaica. Atracó en Vigo, Galicia, y pude hacer algo de turismo, además de almorzar en un restaurante con vista al Río Miño y Portugal. El 31 despedimos 1970 y recibimos 1971 en algún punto del Atlántico, en mar territorial español, con rumbo a las Islas Canarias. En Tenerife estuvimos el día de Reyes, 6 de enero, por unas horas, y aproveché de comprarme mi regalo de cumpleaños, en una tienda de “indios” (comerciantes de la India) pues los “guanches” celebraban el feriado español de “los tres camellos y la estrella de Belén”. Cualquiera de aquellas navidades fue superior al patetismo decembrino que el castrochavismo nos ha venido gradualmente imponiendo, con su sádica, anacrónica y sistemática destrucción de Venezuela.