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La ciudad de Cabrera Infante LA HABANA INVENCIBLE

“Nada hay tan ilusorio como la luz malva del crepúsculo en La Habana”.

Guillermo Cabrera Infante

La Habana parece ser inmortal, no sucumbe ante los avatares del tiempo, ni mucho menos ante las severas y draconianas restricciones impuestas por un bloqueo incomprensible, ni tampoco ante esa dejadez, esa indiferencia de un régimen que parece querer dejar morir de mengua, poco a poco, despacito, muy lentamente, a una ciudad invencible que se niega, sin embargo, a perder su carácter indiscutido de soberana del Caribe. La Habana continúa ejerciendo toda su fascinación, desplegando sin modestias ese inmenso atractivo mestizo que deslumbró por igual a escritores, músicos, poetas, a artistas provenientes de diferentes latitudes y sensibilidades.

Hemingway, Graham Green, Lezama Lima, Carpentier, Guillén y, en especial, Guillermo Cabrera Infante, con su novela La Habana para un infante difunto, no han podido escapar a la seducción que esa ciudad prieta, cargada de un permanente clima festivo, de un erotismo cotidiano, de una sensualidad envolvente, ejerce sobre todo aquél que la contempla más allá de los lugares comunes históricos y de las consabidas recetas turísticas. La Habana es síntesis, convergencia, sustrato, sincretismo plural donde el Caribe hispano alcanza toda su plenitud e impone al mundo una manera híbrida, entreverada, mestiza, de concebir la realidad y de vivir la vida.  

La Habana es más que Cuba nos dice Cabrera Infante cuando, autobiográfico, confirma que “yo no vivo en Cuba, yo vivo en La Habana”, en esa ciudad que se va descubriendo de a pedazos, capaz de promover todos los excesos y de instaurar “Indias inusitadas” en la emoción de aquéllos que andan en busca de su esencia, y que de repente como en una vuelta a los orígenes de las mixturas, como en una regresión al África misma, a la que nunca renunciaron sus esclavos, ofrece al melómano “la verdadera música negra: el son, la guaracha y la conga”.

Tan cerca y tan lejos de sus raíces múltiples y diversas, La Habana ha podido crear sus propios santos “no tan vírgenes y mártires”, para que su adoración se transmute de festividades en fiestas “movidas y movibles”.  Festejos como el de Santa Bárbara, el 4 de diciembre, sucedáneo de la adoración de Changó —“el más hombre de los dioses africanos, dios de la santería, macho magnífico”— se unen a la veneración de “la muy cubana, respetable, respetada Virgen de la Caridad del Cobre, afectuosamente llamada Cachita, la que se transforma en una metamorfosis que daría envidia a Ovidio, en la muy puta Ochún, carnal cubana”.

Ciudad de hembras sin parangón que conjugan “el verbo amar en pocos tiempos”, de mulatas atrevidas que descoyuntan prejuicios con su olor a sexo sin preocupaciones, hecho para el disfrute, lejos de liberaciones femeninas importadas, de posiciones intelectuales reivindicativas. Mulatas generadoras de una mitología y de un culto extendido, altamente masculino, que exalta su sexualidad, y eleva a nivel de categoría estética a esas escasas, inexistentes, poco vistas, pero altamente comentadas “prietas de ojos verdes”. Verdaderas hembras que incorporan el ritmo a su cuerpo, para que la imaginación popular, el bolero, la copla, las confunda con atractivas formas que, con su movimiento, su cadencia, su euritmia, hipnotizan a los hombres, sometiéndolos a su voluntad. Mulatas cuya evocación propicia, en la soledad del baño, la masturbación irrepetible, esa en la que la mano produjo “un instante que duró más de un instante, inmortalidad temporal, el lapso de tiempo que tomó  la venida… el momento hecho todo tiempo… y por cuya causa, plexo universal, dejaba ahora de existir todo el cuerpo, latiendo como un enorme corazón solitario que diera sus últimos latidos, temblando como carne con temblor postrero, estertores del yo, desaparecido el ser en el semen.”

Para Cabrera Infante, el solar, las pensiones, las casas de vecindad, desempeñaron un papel fundamental en su visión inaugural de La Habana, cuando dejó de ser niño y se incorporó a la vida de la parte pobre de la ciudad, esa en la que constató que tendría que aprender muchas cosas porque “la ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país.” Era la experiencia de vivir en habitaciones más o menos estrechas o iluminadas, con ese olor a perfume que llevan las prostitutas, donde los baños e inodoros eran colectivos y la vida de cada quien era una puerta abierta que no ocultaba intimidades ni secretos; esa Habana vieja, de cuarterías y falansterios, en la que “la extraña luz ceniza que fue una vez malva se había hecho familiar, la atmósfera de pesadilla era el sueño cotidiano, los habitantes ajenos o peligrosos eran amigos, el sexo se hizo amor y a su vez sexo de nuevo”.  Monte 822, Zulueta 408, solares de los que era indispensable salir, dejar atrás, para pasar a vivir en El Vedado, reconociendo siempre que esa etapa de laberintos habitados “más que un tiempo vivido fue toda una vida y debió quedar detrás como la noche, pero en realidad era un cordón umbilical que cortado de una vez, es siempre recordado en el ombligo”.

Ciudad hecha también a la medida de cinematógrafos de toda calaña, de películas inolvidables que ayudan con sus imágenes indelebles a que la memoria permanezca viva, a que los recuerdos de La Habana tengan asidero en forma de actores, actrices y directores envueltos en inconfundibles historias. Experiencia memorable para nuestro novelista, quien recuerda con particular emoción el primer día que fue al cine, y no así el primero en que hizo el amor con una mujer, porque “fui al cine de día, asistí al acto maravilloso de pasar del sol vertical de la tarde, cegador, a entrar al teatro cegado para todo lo que no fuera la pantalla, el horizonte luminoso, mi mirada volando como polilla a la fuente fascinante de luz”. Cines distantes y lejanos, el Lara del Paseo del Prado, el doble llamado Rex Cinema y Duplex, el Majestic, el Verdum, en fin, tantos y tan variados cines a los que se asistía siempre, de gratis, burlando vigilancias endebles, y en los que “hubo muchos intentos de buscar tanteando el amor”, en la tertulia, el paraíso, el gallinero y hasta en la cara e inalcanzable luneta, en esos espacios de oscura luminosidad, en los que el escritor fue protagonista de enamoramientos reales y platónicos, de amores específicos y tromperos, e incluso del apretón de una mano homosexual ansiosa de un miembro viril.

La Habana de aventuras diversas: intelectuales, eróticas, poéticas, sexuales, etílicas, fílmicas, amistosas, políticas y familiares que Cabrera Infante recrea, revive, recompone a partir de sus propias vivencias y de sus intransferibles experiencias en una ciudad invencible que, a pesar de limitaciones incomprensibles y odiosas  restricciones, continua siendo punto obligado de referencia, objeto de reflexión y admiración por parte de un escritor que, desde el exilio, evoca el particular color de unas edificaciones construidas con piedra caliza de color coral, los tranvías que producían chispas como luces de bengalas, la aventura de sus cafés al aire libre, las orquestas femeninas que le producían “una inquietante hilaridad al ver una mujer tocando un saxofón”, y, en especial, las luces útiles y de adorno que le daban “un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas más nimias, haciéndolas relevantes, concediéndoles una importancia teatral”.

La Habana para un infante difunto es el recuerdo militante, el reconocimiento lejano de aquel que no se distancia de esa ciudad que desconoce el fracaso, que permanece vigente, invencible, en la memoria generosa de escritores, músicos y artistas que se niegan a ejercer el olvido, y pueden, a pesar de la ausencia, recordar un crepúsculo; “sin los grandes fuegos rojos que siempre tienden a ser copias de la imagen del infierno, sino con un predominio verdoso, la tarde filtrándose por entre nubes secas, bañada de luz verde, como si estuviéramos dentro de una pecera”. 

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