Los chalecos amarillos y la Francia invisible
¿Es una revolución? se preguntan la izquierda y la derecha francesa, tomadas por sorpresa por los acontecimientos de París. Los “chalecos amarillos” (Gilets jaunes) no van a retomar la Bastilla ni convertirse en los nuevos Robespierre reviviendo el Comité de Salvación Pública para implantar el terror, como añoran los extremistas de la Francia Insumisa de Melenchon. La principal aspiración que motivó a los originales “chalecos amarillos”, es decir, a los cientos de agricultores que hace apenas tres semanas bloquearon con sus tractores las entradas de algunos pueblos lejanos de la capital, era la protesta pacífica para que no les aumentaran los impuestos a los combustibles para sus vehículos de faena, con los cuales sobreviven trabajando los campos de sol a sol, luego que el gobierno anunciara un alza en dichos impuestos para financiar la llamada transición ecológica. Los estudios de opinión coincidieron en que sus primeras manifestaciones y demandas fueron justificadas y apoyadas por el 84% de los ciudadanos.
Los sociólogos y en especial la izquierda francesa tendrán que redefinir el concepto de la lucha de clases que tanto les gusta citar, pues como lo señala el periodista Jean Pierre Robin, “Los opuestos ya no están entre la Francia de arriba y la Francia de abajo, las fracturas sociales son hoy espaciales”. Los políticos e intelectuales deberán tomar en cuenta las distancias que los separan de los pueblos donde habitan aquellos que encarnan la Francia invisible, la Francia de los valores tradicionales, la Francia que aporta la fuerza de trabajo y que desde la madrugada comienza su faena para que el país exporte dos veces lo que produce, mientras ellos duermen en la capital. La Francia periférica de los trabajadores clase media a quienes no les alcanza el dinero para alquilar una vivienda en la ciudad donde trabajan, a muchos kilómetros del pueblo donde habitan. La Francia agrícola conservadora que está contra la degradación de los paisajes de su terruño (terroir) y de su lengua. La Francia que observa con amargura y a veces con cólera cómo en nombre de una falsa corrección política y de un falso humanismo se promueve un multiculturalismo sin normas, una inmigración descontrolada y una entrega sumisa al islam. La Francia que “se rebela, quizás un poco tarde, contra la destrucción de su civilización greco-romana y judeocristiana, luchando con espadas de madera” (Zemmour), la Francia del trigo y de los rebaños versus la Francia de la moda y del consumo.
Lo que sucedió en París el primero de Diciembre, se debió a políticos sagaces y oportunistas a granel, a la actuación de extremistas y delincuentes, resentidos sociales y anarquistas que se aprovecharon de la ingenuidad, desorganización, confusión y contradicciones de un movimiento popular y espontáneo sin liderazgo visible o con líderes anónimos, que comenzó en las villas periféricas y en el interior agrario del país, con peticiones de reformas diversas dirigidas a la Asamblea Nacional: “No al aumento del impuesto a los combustibles”; “Que no hayan más personas sin vivienda” (Según cifras oficiales, en Francia viven 141.000 franceses en la calle)”; “Aumentar el salario mínimo a 1.300 Euros (Actualmente es de 1.185 € neto y el gobierno ha anunciado que no lo aumentará); “Jubilación a los 60 años y en 1.200 €”; “25 alumnos por salón de clase”; “Referéndum Constitucional para votar por esas reformas”, para citar algunas de las 42 peticiones que unos sencillos representantes de los chalecos amarillos presentaron a los diputados hace tres semanas.
El editorial de Le Fígaro hoy (03.12.2018), comienza por preguntarse: “Pero ¿cómo se logró esto? ¿Cómo, a partir de un aumento demasiado banal en los impuestos sobre el combustible, hemos llegado a estas terribles escenas de saqueo, a este espectáculo alucinante de caos y desolación? París en llamas, el Arco de Triunfo profanado por una banda de vándalos posando con impunidad en sus selfies. Más allá del daño material, el 1ro de diciembre ha causado una lesión colectiva a la nación. Ante esta explosión de violencia inexcusable, y que el presidente de la República ha dicho acertadamente que ninguna causa puede justificar, todo un país ha tenido la sensación de presenciar el derrumbe del Estado”.
El gobierno falló al no tener una adecuada comunicación y comprensión, que, si bien les abrió las puertas del diálogo, no lo supo manejar adecuadamente, pasando por alto la oportunidad de negociar y brindar respuestas asertivas a las primeras demandas de esos agricultores y gente del común. La incorrecta evaluación y análisis de la situación, sumado a la indecisión e inacción, hizo que se incrementara la tensión de las comunidades del interior allí representadas, lo que llevó a más protestas y bloqueos que se multiplicaron por todo el país, instando a una marcha pacífica en los Campos Elíseos de la capital, que se transformó, por obra de grupos de ultraizquierda aliados con delincuentes, en saqueos de comercios y violencia generalizada. Los chalecos amarillos originales trataron inútilmente de llamar a la calma, siendo muchos de ellos también víctimas de los violentos. Todos y cada uno de los actores en esta crisis han perdido.
Dos Francia, dos pueblos, dos mundos
Habrá que comenzar por reconocer la profunda crisis en la representación política y manejo de los medios en Francia, de allí que, según Eric Zemmour, “Las minorías de Francia y la Francia periféricas ya no viven juntas. Por un lado, la periferia de Francia, las clases asalariadas, los comerciantes, los trabajadores cuya mayoría son hombres blancos entre 30 y 50 años, un pueblo excluido por las elites y los medios de comunicación, vilipendiado, tratado como “paletos”, «fascistas», «camisas pardas», «racistas», «homofóbicos». Por el otro, la Francia de las «minorías», los movimientos feministas, LGBT, los sostenedores del nuevo proletariado islámico, los defensores de las mujeres con velo, del matrimonio gay, de la ecología. En Francia existen dos pueblos, dos Francia, dos mundos. Los «chalecos amarillos» son el «país querido y viejo» del general de Gaulle, «galos refractarios», diría Macron. Expulsados del centro de la ciudad por el aumento inmobiliario y el alto costo de la vida, huyeron de los suburbios, donde «ya no se sentían en Francia», para refugiarse en áreas remotas de las metrópolis, donde el tractor y el automóvil son sus herramientas de supervivencia. El francés globalizado y el francés de la periferia ya no viven juntos. No hablan más, no se entienden más. Se desprecian y hasta se odian”.
Por su parte, Alain Finkielkraut afirma que la clase dominante ha reaccionado con la negación o el desprecio. “De repente, los que se quedaron atrás de la feliz globalización, los olvidados del progresismo, se ponen chalecos de color amarillo fluorescente para que todos los vean. Ellos dicen “nosotros existimos”. Pero eso no es todo, los «chalecos amarillos» son la expresión de una crisis espacial, pero también temporal. Es probable que se amplíe otra brecha entre los que tienen la oportunidad de interesarse en «el fin de los tiempos» y “el fin de la Historia” y los que deben responder al desafío “del fin de mes». Todo sucede como si la ecología (se refiere al impuesto ecológico sobre los combustibles) se convirtiera en la preocupación prioritaria de los privilegiados. La preocupación ecológica debe seguir siendo universal, pero la ecología punitiva no funciona».
Jean-Claude Michéa (1950), exponente del decrecimiento y la permacultura o agricultura sustentable, es una fuente de inspiración para los “chalecos amarillos”. Después de 25 años siendo profesor de filosofía en la universidad de Montpellier, se instaló a vivir en una granja en Mont-de-Marsan al suroeste de Francia, para compartir las condiciones de vida de los más humildes. Como una provocación al estilo Orwell, hace suya la noción de «anarquista conservador» para definirse a sí mismo: «No somos calvinistas puritanos, pero fue un paso político de mi parte instalarme en el campo. No podemos pretender defender a las clases populares si no compartimos sus condiciones de vida”. El filósofo afirma en uno de sus libros: “El problema es que la vida común supone que existe un mínimo de valores y prácticas morales y culturales compartidas. Una comunidad humana puede existir como tal y asegurar su supervivencia solo en la medida en que reproduzca el vínculo de forma permanente”. “Michéa encuentra en los pueblos pequeños la amabilidad que le gusta, la famosa «decencia común» que amaba Orwell, es decir, la «honestidad ordinaria» o la «moralidad natural» que se expresa espontáneamente”, escribe Alexandre Devecchio, en una entrevista al filósofo (Le Figaro, 29/11/2018).
Para el filósofo Michel Onfray (hijo de agricultores), esta es une jackerie o insurrección campesina. “Esta jacquerie me complace, porque muestra que, en Francia, lejos de la clase política, que ya no se representa a sí misma, la gente ha comprendido que había una alternativa a esta democracia representativa que corta al mundo en dos, no la derecha y la izquierda, los soberanos y los progresistas, los liberales y los antiliberales, no, sino entre los que ejercen el poder y aquellos sobre quienes se ejerce el poder».
El editorial de Le Figaro antes citado, termina diciendo: “Después de este desastre nacional, la prioridad de las prioridades, obviamente, solo puede ser la restauración del orden republicano, el apaciguamiento social y la reconciliación nacional: este triple objetivo, a corto, mediano y largo plazo, debería movilizar a todas las fuerzas políticas”. Terminando de escribir estos apuntes, los “chalecos amarillos” continúan bloqueando las entradas de las ciudades del interior en forma pacífica, entonando canciones aldeanas y pidiendo una moratoria de los impuestos a los combustibles, mientras el gobierno, se muestra vacilante en si conviene o no decretar el Estado de Emergencia Nacional.
@edgarcherubini