La apuesta de la cordura
“¿Por qué los jefes troyanos metieron a aquel sospechoso caballo de madera dentro de sus murallas, pese a que había todas las razones para desconfiar de una trampa griega?” He ahí el primero de una larga ristra de casos que Barbara W. Tuchman desgrana primorosamente en su libro “La marcha de la locura”, para mostrar cómo a lo largo de la historia la irracionalidad ha desviado la acción política al punto de volverla contra sí misma. En efecto: en todas las épocas y como llevados por los envites de Tezcatlipoca, dios azteca que “susurraba ideas salvajes al espíritu humano” (la derrota de un vacilante Moctezuma ante un Hernán Cortés que sí supo estrujar la fortuna, sirve de ejemplo) no faltan los líderes tocados no por la prudencia o el sentido común, sino por una disociación tan aguda que cala en el desvarío.
¿A santo de qué esa tozuda negación de lo evidente? ¿Qué empuja a elegir la pulsión de muerte aún cuando la vida es opción transitable? ¿Por qué ni siquiera la experiencia del fracaso alcanza para plantar atalayas en la psique que alerten sobre el pecado de retornar a algunos solares?
Al respecto, Tuchman brinda preciosas pistas. “La testarudez, fuente del autoengaño”, dice, es “factor que desempeña un papel notable en el gobierno. Consiste en evaluar una situación de acuerdo con ideas fijas preconcebidas, mientras se pasan por alto o se rechazan todas las señales contrarias. Consiste en actuar de acuerdo con el deseo, sin permitir que nos desvíen los hechos”. Cuando el empeño por ver lo que queremos ver (no lo que es) desbanca la obligación de atender al sentido de la realidad, el discernimiento empieza a sufrir. De poco sirve entonces que el contexto agite banderas estridentes, pues el voluntarismo y la Hýbris han tomado el lugar de la razón.
De esa insensatez intemporal y universal no nos libramos los venezolanos, ni antes ni ahora. La nuestra es historia salpicada de saltos al vacío, errores de cálculo, desidias garrafales. Pero los últimos 20 años -los de una revolución ahogada por el dogma, la restitución del fiasco socialista, la cerrazón más señera y autodestructiva- han alimentado un semillero de equivocaciones de la peor ralea, esas que no mutan en aprendizaje. Un mal gobierno atascado en su retórica se obstina en cosechar los frutos del árbol que sus propias políticas truncan; esto, mientras la sociedad sufre la mengua más degradante, dando palos de ciego en medio de la incertidumbre, sumida en la discordia. Todo invoca a Thánatos, todo rompe y divide, todo desdice de la posibilidad de hablar y actuar juntos, todo enturbia el afán de encontrar salidas viables. Locura, ni más ni menos.
En terrenos de la oposición -lo sabemos- el amor por el disparate también hace metástasis. Lejos de aceptar y gestionar creativamente el conflicto, de reconocer y apartar la piedra de tranca que impide concretar acuerdos útiles, algunos sectores optaron por la irreflexiva zancada, mudarse del “centro vital” (como bien lo nombra Arthur M. Schlesinger) y ocupar el extremo. El resultado no sorprende: el espejo devuelve la visión de un actor que replica las rutinas suicidas de su antípoda.
He aquí una muestra de la política contraria al propio interés. La doxa y los “doxóforos” (según Platón, aquellos cuyas palabras en el ágora van más rápidas que su pensamiento) han envilecido la “vía de la verdad”, sembrándola de prejuicios y escozores contra el intercambio dialógico; un menjunje del que han salido planes tan estériles como la abstención o el rechazo a todo eventual entendimiento. Lo más irónico es que, a contrapelo de sus nefastas consecuencias, tales “ventoleras” -a decir de Molière- se exhiban como gestos de “dignidad” y “coraje”. Una tragedia.
¿Cómo detener nuestra “marcha de la locura”; cómo contrarrestar la añagaza, esa creencia de que incluso en política es preferible “una locura que entusiasme a una verdad que abata”, en especial cuando la situación obliga a procurar ciertos equilibrios?
Todo lleva a creer que hace falta subir el volumen a la voz de los moderados y neutralizar los gruñidos tribales del radicalismo. Oponer a esa tozudez las claves del Juicio Político descrito por Isaiah Berlin (aplicando métodos que en nuestro caso han probado funcionar mejor que otros; apelando a ese «don» que distingue al político eficaz para captar «la textura de la vida», para ordenar un conjunto anárquico de impresiones y darle sentido; usando el olfato para reconocer la inutilidad de ciertas fórmulas que por irracionales ponen en peligro a la polis) quizás podría ofrecer buen antídoto contra el extravío.
Tras algunas revisiones recientes, la apuesta de la cordura se vigoriza. Eso no significa que la locura dejará de tender trampas, de deslizar furias al oído de los hombres, de perderlos con el señuelo de su silbante boca. Frente a eso no queda otra que tupir los oídos con cera, tal como dispuso el sabio Odiseo; y tratar así de mitigar el canto de las sirenas, sortear el autoengaño, hacer más nítido el clamor de la propia consciencia.
@Mibelis