Peligros reales y virtuales de la novela
El tema de la extinción de la novela, víctima de la voraz propagación de los instrumentos del mundo digital, se ha vuelto ya un tema viejo, pero no por eso menos persistente. En el ensayo “El mundo impreso en peligro (la edad del homo virtualis está sobre nosotros)”, publicado en el último número de la revista Harper’s, el escritor británico Will Self advierte, con nostalgia anticipada, que igual que las sinfonías y la pintura de caballete, que son ya ajenas al mundo contemporáneo, la novela, pieza central de la civilización, tiende a convertirse en un “tema de conservatorio”, relegada a los talleres de creación literaria en las universidades.
La propuesta es simple: la novela, que ha dependido de la relación íntima entre el lector y el autor a través de un acto doble de imaginación, la del que escribe y la del que lee, vendrá a ser sustituida por la experiencia de alguien que, con un casco en la cabeza y provisto de un taje sensorial, entra en calidad de protagonista virtual en un universo de imágenes, percepciones, sensaciones, pero en el que ya no tiene que descifrar palabras. El papel de lector que imagina y concibe a su propia manera los escenarios y personajes descritos, queda abolido.
Atrapados en la formidable maquinaria invisible de la BDDM (medios digitales bidireccionales), lejos de la era de Gutenberg, basada en las virtudes cognitivas de la tecnología del papel y la tinta, seremos engullidos dentro de una matriz operativa alimentada por mega computadoras, codificadores y cables de fibra óptica. Escribir Los hermanos Karamazov o Los miserables fue el fruto de la imaginación solitaria asentada en el papel rasgado entre desvelos con la punta acerada de la plumilla; la novela virtual que entra por la cabeza y por la piel será perecedera: podrá apagarse.
Hay un mar de dudas y temas de discusión que se abre sobre esta cercana posibilidad tan temida, la disolución de la imaginación en un miasma cibernético, las aguas del oscuro río Leteo donde en lugar de la memoria de lo leído nos aguarda la desmemoria de la olvidoteca.
Pero antes de eso, temo una amenaza más palpable y cercana contra la novela, y contra la imaginación que la alimenta, y es la obediencia temerosa a la implacable censura de quienes exigen corrección política, o corrección social, que es lo mismo. Es cuando, quienes ejercemos este oficio libérrimo, debemos recordar que la escritura es transgresora por su naturaleza y que toda compostura la vuelve neutra y por tanto la anula. Quienes dictan los cánones de la nueva decencia pública exigen el silencio o el subterfugio.
Hay quienes se han dirigido a la Academia de la Lengua pidiendo modificar algunas acepciones de la palabra negro, como si la lengua no tuviera vida propia y dependiera de certificados de buena conducta. En Nicaragua conozco más de veinte formas distintas de llamar a los homosexuales. ¿Hay que olvidarlas por temor a ser señalado de homofobia? Y esa aberración de distinguir los géneros en cada frase, ellos y ellas, los y las…Y simplificar el uso del femenino y masculino usando una @, ya se vuelve atroz.
El temor de quedar mal con los censores sociales conduce por un camino de perdición, que es la autocensura. Las mentalidades cerradas que buscan conjurar los demonios de la libertad creadora han existido en cada época y lo que varían son los temas; recordemos que no pocas obras literarias capitales se han enfrentado a la intolerancia: Las flores del mal, Madame Bovary, Ulises, El amante de Lady Chatterley. Antes el blanco era prohibir o censurar la incitación al pecado de la infidelidad, el erotismo, la impudicia. En México una dama de no sé qué asociación exigió que no se proyectara la película basada en Memoria de mis putas tristes de García Márquez.
Los demonios necesitados de agua bendita hoy son el machismo, la homofobia, violentar la proclama de igualdad de géneros, como si se tratara de bandos en los que sólo se puede estar a favor o en contra. Pero la literatura es mucho más compleja y desafía las alineaciones. Convertir la escritura creativa en un campo de propaganda siempre va en su detrimento y liquidación, no sólo respecto a esos temas, sino en lo que hace a la política y las ideologías.
Una literatura social o políticamente correcta es la muerte de la invención. Contar historias felices es siempre aburrido y rompe con la regla de la contradicción, del conflicto, que está en la esencia dramática de la construcción narrativa. Es un absurdo convertir al autor en responsable moral de las acciones y palabras de sus personajes. Si todos los maridos en las novelas son ecuánimes, cambian los pañales a los niños, comparten las tareas domésticas, y eliminamos los triángulos amorosos, por ejemplo, volveríamos todo gris y quitaríamos verdor al árbol de la vida.
La ficción no es educativa, es por principio incorrecta, disruptiva. La pedagogía moral es ajena a la novela y se vuelve una aberración. Tratar de quedar bien con los censores, es quedar mal con los lectores. Si no se está dispuesto a ser transgresor, hay que abandonar el oficio y dejárselo a otros que no se cuiden del canon. La literatura está contaminada sin remedio. La vida es oscura y sucia, y lo que hace el escritor es buscar como entrar en sus honduras que nunca son asépticas.
Flaubert fue llevado a juicio acusado de que Madame Bovary era “una afrenta a la conducta decente y la moralidad religiosa». Pierre Pinard, el fiscal de la causa, se permitió elaborar una tesis sobre el papel del arte: “imponer las reglas de decencia pública en el arte no es subyugarlo sino honrarlo». Peligrosa concepción. ¿Y Lolita? Todavía se sigue acusando a Nabokov de perversión. Si ambos hubieran honrado al arte de la manera que quería Pinard, habría dos obras maestras menos en el mundo.
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