Nacionalización de YPF: el eterno retorno
Al no pretender ser magia negra -puesto que no procura hacer el mal, sino el bien-, la estatización de la economía está condenada al fracaso porque, tal como muestra la experiencia humana desde hace ya suficiente tiempo, sólo la brujería decididamente maléfica del mercado y el interés individual logran salirse con la suya.
En efecto, la nacionalización en América Latina puede y debe verse como un rito de fertilidad y de abundancia. Una danza propiciatoria para hacer lluvia en tiempo de sequía.
Equivale a la ceremonia con que los sioux de las praderas norteamericanas rogaban a sus deidades que sus partidas caza hallasen nutridos rebaños de bisontes. O a las que los chamanes de nuestras etnias amazónicas recurren para propiciar a sus congéneres buena caza o buena pesca y que no se los coma el tigre. Es pensamiento «mágico-distributivo», digamos, aplicado a la macroeconomía con vistas al desarrollo y la prosperidad de todos.
Pero al no pretender ser magia negra -puesto que no procura hacer el mal, sino el bien-, la nacionalización está condenada al fracaso porque, tal como muestra la experiencia humana desde hace ya suficiente tiempo, sólo la brujería decididamente maléfica del mercado y el interés individual logran salirse con la suya.
Recuerdo que el 1º de Mayo de 2006, fecha en que Evo Morales nacionalizó «sorpresivamente» la industria de hidrocarburos boliviana, lo pasé encerrado en una habitación de un hotel de Cochabamba, abatido por una doble frustración.
Un esquivo sindicalista «trotsko-cocalero» con quien concerté una entrevista para The New Republic me había dejado plantado.
La segunda frustración vino al encender la televisión y percatarme de que Evo Morales presidía en aquellos momentos una ceremonia de ocupación de un campo gasífero en Tarija. Yo habría debido estar allí y no en Cochabamba. Pero no me perdí demasiado.
En realidad, lo único sorpresivo que cabía registrar fue el adelanto de la fecha. Lo más colorido del ceremonial fue el despliegue militar en las instalaciones de una concesionaria extranjera, como si del asalto a una fortificación enemiga se tratase. Lo mismo ocurría con las inofensivas gasolineras de Petrobras: piquetes de soldados en traje de campaña y armados hasta los dientes custodiaban los surtidores.
La oratoria reivindicativa de la soberanía de la nación boliviana respecto de la riqueza del subsuelo me hizo recordar el discurso de Carlos Andrés Pérez, 30 años atrás, cuando se nacionalizó por primera vez la industria petrolera venezolana: las mismas invocaciones a Bolívar, las mismas consignas sobre el «patrimonio de todos», las mismas admoniciones sobre la necesidad de «administrar la abundancia con criterio de escasez.»
La nacionalización boliviana se anunció como lo han hecho todas las nacionalizaciones de la región: como el advenimiento de una nueva era, aunque en realidad no fuese más que un avatar del mito del eterno retorno. Con la de 2006, Bolivia nacionalizaba por tercera vez en menos de 70 años su riqueza fósil, para no hablar del estaño, nacionalizado medio siglo atrás.
Sólo unos cuantos meses más tarde, en los primeros días de enero de 2007, durante la ceremonia inaugural de su actual período presidencial, Hugo Chávez anunciaba nacionalizaciones que describió como el comienzo del largo camino al «socialismo del siglo XXI».
Poco después comenzó por «renacionalizar» empresas públicas privatizadas en los años noventa: la telefonía y las compañías de electricidad.
En el mismo acto se anunció el designio de lograr mayoría accionaria en la participación de la petrolera estatal venezolana en los grandes proyectos de la faja bituminosa del Orinoco, hasta entonces dominados por las estadounidenses ExxonMobil, Conoco-Phillips y Chevron, junto a la francesa Total, la inglesa BP y la noruega Statoil.
Característicamente, Chávez ordenó la ocupación militar de las instalaciones arrebatadas a la codicia extranjera. La puesta en escena de la ceremonia incluyó el vuelo rasante, por sobre el complejo petrolero escogido para el acto, de un dúo de cazas interceptores Sukhoi, de fabricación rusa y reciente adquisición.
¡Qué amasijo de mixtificaciones belicistas, cuánta descaminadora carga simbólica militarista, cuánta inconducente teatralidad compensatoria tiene en nuestro continente este tipo de medida económica, a pesar de su largo y grueso historial de fracasos tan idealizados como ruidosos!
En América Latina puede hablarse ya de oleadas nacionalizadoras, tal como los historiadores del siglo XX hablan de una primera, segunda y tercera oleadas de populismo.
La primera se asocia con la hora estelar del general Lázaro Cárdenas en México y es de aquella, sin duda, que la idea cobró su modélica calidad de militarismo anti-imperialista.
Siete décadas más tarde, Chávez protagoniza la tercera, o cuarta, quinta o quizá sexta oleada de nacionalizaciones, luego de los fiascos mexicanos, argentinos, peruanos y bolivianos. Y de sus propios fiascos.
El rasgo más prominente de las oleadas nacionalizadoras es su cariz exculpatorio de toda insuficiencia en la gestión del estado. Chávez nacionaliza fundos pecuarios, cañaverales, silos platanales, hoteles y condominios en construcción, para compensar la colosal ineptitud de un petrogobierno que acusa, sin fundamento alguno, a las cementeras extranjeras del fracaso estruendoso de su plan de viviendas. Cristina K, por su parte, nacionaliza las acciones de Repsol en YPF so pretexto de detener enérgicamente la caída en la producción, pero, en realidad, para encubrir que esa caída en la producción obedece a la pésima gestión gubernamental, tan propicia a la desinversión en todos los rubros económicos. Junto a ello, la caída de las reservas argentinas, concomitante del aumento en las importaciones. NO deja de ser característico de la mascarada populista de gobiernos como el de Argentina el que los señores K hayan aprobado entusiastamente las privatizaciones de los años 90 precedidos por Carlos Menem.
Pero está probado que como electoral artificio de chamanismo económico, las nacionalizaciones no son buenas, hacen daño y se acaba por rodar. Y al cabo, igual viene el tigre y te come.