Albures del retorno
El derrocamiento de Gallegos, el traumático remate del primer ensayo democrático que, paradójicamente, vio luz en Venezuela tras la Revolución de Octubre, proscribía el espíritu que intentó juntar a un país históricamente hendido por la pezuña de la barbarie. No bastó inaugurar el ejercicio de la política como fruto del intercambio amplio en la polis, una praxis imbuida de “L’animo in Piazza”, diría Maquiavelo, la de la vigorosa ascendencia del verbo. Tampoco el virtuoso plan de “despersonalizar el ejercicio del poder, moralizar los negocios públicos, devolver al pueblo su soberanía usurpada”, incorporando la presencia de una sociedad plural, plena de potencialidades. Nada atajó la embestida contra un régimen “legal, pero cada día (…) menos legítimo por su ineptitud”, según argüía Vallenilla Lanz-hijo.
Para miembros de las élites políticas desplazadas, la impericia para instaurar el “orden constructivo” que se ofreció (“desorden democrático”, replicaban en cizañero malabarismo retórico, simple “concierto de gritones”) revelaba que la autoridad civil no era más que una utopía. El pecado original, el golpe al gobierno de apertura de Medina Angarita -quien, auguraban, garantizaría una transición tutelada a la democracia- fue cobrado con creces, y por los mismos militares que apoyaron al octubrismo. El tiempo de despertar las conciencias de aquellos que, por ignorancia, se entregaban a un sueño secular de espera inútil, como diría Betancourt, otra vez era postergado. La figura del “hombre apto” volvía para tronchar los ardores de una nación cuyas masas fueron fugazmente iniciadas en la tarea de tomar decisiones sobre su destino.
¿Qué convenía, según los abogados del cesarismo? Un capitalismo de Estado capaz de zanjar los agobios económicos agudizados en el Trienio, y un régimen fuerte al que incumbía administrar la euforia de participación política de ese “rebaño humano” (Taine dixit) inmaduro, limitado y sin luces acerca del ejercicio del poder. Presa de los prejuicios y el revanchismo, la “gente decente” -como se hacían llamar para distinguirse del vulgo aguijoneado por la promesa del “gobierno de los más”- se aprovechó de los errores de los adecos, del sectarismo y eventual ensimismamiento para abonar la tesis de que el pueblo no estaba preparado para el desafío democrático.
Avance y retroceso, “corsi e ricorsi”, diría Vico. Luego de la dictadura de Pérez Jiménez; luego de 40 años de democracia (imperfecta, sí, pero con altas probabilidades de sanar y rehabilitarse) y del empeño por consolidar un ethos, una cultura signada por la existencia de una “oposición leal” al sistema, de una ciudadanía que avalase y confiase en sus instituciones; luego del núbil despecho, de perder la fe en los afanes civiles y de recaer en las marrulleras redes del mito militarista, dulcificado para la ocasión por el refajo democrático; luego del colapso identitario, del hundimiento al que nos llevó el chavismo, ahora, desde otro extremo, asoma la desconcertante apología a “buenas dictaduras” de derecha. Como si no hubiésemos tenido suficientes renuncias con las cuales lidiar, algunos parten de la comparación con este apolillado presente para justificar un “orden” opuesto a la añagaza socialista, uno cuya recompensa en lo económico daría motivos para sacrificar –¡oh, sí!: mientras no estemos listos- la esquiva democracia. “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”, se espeta sin rubores, asumiendo que esa “perfección” es apetencia que por encumbrada debe salir del cálculo de la postrada muchedumbre, del moderado, del descarriado “idealista”.
Corsi e ricorsi, espiral viciosa. Como en bucle de tiempo que no nos deja zafarnos de la anomalía crónica, como si la libertad política o la autonomía fuesen un lujo que no merecemos, topamos con este nuevo convite al extravío: ver no aberración sino “milagro” en la opresión de otro signo, elegir el “mal necesario” como única opción.
¿No rebrota también allí la jamás curada, antipolítica ojeriza frente a la ficción de una democracia que ahorcada por la demanda de espectadores poco comprometidos con su evolución no pudo, en efecto, satisfacer expectativas? ¿Qué tan difícil es abolir la esclavitud que impuesta por ciertos mitos (incluido el de un sistema que florecerá al margen de nuestros sudores) nos hace proclives a desconectarnos de las realizaciones? ¿Hasta dónde la reconstrucción de esa fe que -como afirma Tocqueville- sostiene a la democracia, depende hoy de emprender proyectos viables y aglutinadores, “prácticas generalizadas” a decir de Durkheim, vinculadas a la idea del animus democrático, a esa memoria que según Vico impide que la contingencia sea puro devenir sin significado?
Son faenas que debe abordar el liderazgo junto a una ciudadanía consciente de los albures del eterno retorno. Urge despertar del “sueño secular de espera inútil”, eso sí; retomar el camino de la política quizás logre ahuyentar algunos de esos fantasmas que nunca dejarán de atarantarnos.
@Mibelis