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Las tres dictaduras

El concepto dictadura será entendido aquí en su expresión más obvia, a saber, regímenes que anulan la clásica división de poderes, concentrándolos todos en el ejecutivo y apoyados en la fuerza represiva (policía, para-militares y militares).

Valga decir que las tres dictaduras latinoamericanas a las cuales me referiré -la cubana, la nicaragüense y la venezolana- no solo cumplen con los requisitos elementales que llevan a caracterizar a un régimen como dictatorial, sino, además, agregan formas de dominación no equivalentes con las dictaduras clásicas del siglo XX.

En efecto, no se trata de dictaduras totalitarias como fueron las de Stalin, Hitler y Mao Tse Tung, entendiendo por totalitarismo la apropiación del espacio público y privado por la omnipotencia estatal, en el sentido otorgado por Hannah Arendt al término. Ni carismáticas de acuerdo a la tríada formada por la tradición, la religión y la cultura, según Max Weber primero, y después por la misma Hannah Arendt. Ni personalistas (principio del caudillo) de acuerdo a las definiciones de Carl Schmitt tomadas del español Donoso Cortés.

En cierto modo podemos hablar de dictaduras mutantes. A veces aparecen en formato militarista. Otras, bajo la égida de un caudillo. Y en algunas ocasiones, como simples autocracias. Lo mismo ocurre con sus formas de representación ideológica. Por lo general intentan vincularse a grandes mitos nacionales (Martí en Cuba, Bolívar en Venezuela, Sandino en Nicaragua) los que combinan con consignas marxistas de silabario. Son fascistas a veces, estalinistas otras, o simplemente populistas. Pues si hay algo que las une, es su ductibilidad. Más aún, ni siquiera pueden ser consideradas como latinoamericanas típicas. Objetivamente corresponden a formas de dominación (¿post-modernas?) que existen en otros continentes, como la Rusia de Putin, la Bielorusia de Lukashenko, la Turquía de Erdogan, la Hungría de Orban. Son en fin, las tres, aunque surgieron en el siglo XX, dictaduras del siglo XXl en versión latinoamericana.

Las tres poseen una legitimidad de orígen: la de una revolución democrática (Cuba) o electoral (Venezuela) o ambas (Nicaragua). Ninguna llegó al poder como resultado de un golpe militar a lo Videla o a lo Pinochet. Pero ya en el gobierno, emprenden, primero lentamente, después de modo más progresivo, la demolición de los pilares de la democracia moderna, camino al cual comienza lentamente a sumarse la Bolivia de Evo mediante la adopción del principio de reelección indefinida. Si eso llega a consumarse, las tres dictaduras, como fue el caso de Los Tres Mosqueteros, serán cuatro.

Desde el momento que ascienden al gobierno los portadores de “la revolución” comienzan a apropiarse del estado hasta llegar al punto en que gobierno y estado terminan siendo sinónimos. Tiene lugar así la formación del Partido Estado al cual son incorporados mediante sueldos fabulosos y corrupciones inmensas, generales y oficiales de alto rango. Ya constituida la nueva clase de estado, iniciará una verdadera lucha de clases desde arriba hacia abajo cuyo objetivo final es asegurar su poder absoluto. Para ello será necesario destruir tres segmentos no estatales: el aparato productivo (empresarios y obreros), las clases medias profesionales y la clase política opositora.

Solo en función del primer objetivo se entiende la economía política practicada por esas dictaduras. La economía nacional – es lo que no han captado muchos estudiosos- es puesta al servicio de la mantención y reproducción del poder de la clase estatal dominante. Por eso, medidas económicas que según cualquiera escuela parecen aberrantes, si se sigue la lógica de quienes manejan los mecanismos del poder, se entienden perfectamente. Pues para ellos no se trata de aumentar la producción, ni de nivelar salarios, ni de alcanzar una mayor igualdad, sino de destruir radicalmente al antiguo orden político y social. Tiene razón entonces Nicolás Maduro al hablar de “guerra económica”. Para él la economía es un arma de destrucción masiva.

Tales dictaduras son, dicho en el peor sentido del término, auténticamente revolucionarias. Su objetivo central es transformar a la sociedad de acuerdo a los intereses comunes a toda la clase de estado. Una revolución en sentido inverso. No la de los de abajo en contra de los de arriba, sino la de los de arriba en contra de los de abajo. En cierto sentido apuntan, como ya advirtió Arendt acerca de los totalitarismos modernos, a la transformación de una sociedad de clases en una sociedad de masas.

Obreros y campesinos son convertidos -después de la destrucción de los centros productivos- en masa pauperizada. Tarjetas de racionamientos, bonos de subsidios y limosnas patrióticas, son mecanismos que aplicados llevarán a la dependencia biológica de las grandes masas con respecto al Estado.

Destruido el sistema productivo, tendrá lugar, además, la formación de un lumpen-proletariado sin proletariado. Mendigos, rateros, asaltantes o simplemente andrajosos pululando en las calles, como tan bien describiera a la “Cuba profunda” el escritor Leonardo Padura en su novela La Transparencia del Tiempo. Y por cierto, la prostitución, el “petróleo de Cuba” descubierto y organizado por los Castro.

Cuba, que linda es Cuba. Barcos llenos de turistas norteamericanos y europeos ansiosos de “carne fresca” de ambos sexos arriban semanalmente a la Habana. Hoteles que ni en sueños habitaron, bellezas que jamás pudieron tocar, ritos sexuales clandestinizados en los países de orígen, practicados a precio de huevo bajo los retratos del Che, Fidel y Chávez.

Una variante distinta al “socialismo petrolero” venezolano y al “socialismo hotelero” cubano parecía ser el “capitalismo social” instaurado en Nicaragua por la dictadura Ortega-Murillo. Bajo la consigna de construir el socialismo, el régimen optó por otra secuencia. En primer lugar no destruyó el de por sí débil aparato productivo, simplemente “lo compró”. Para el efecto, intensificó relaciones con empresas extranjeras, principalmente norteamericanas. Así, bajo el llamado socialismo sandinista, Nicaragua pasó a ser uno de los países más dependientes del capital externo de América Latina. A fin de alcanzar ese rango, Ortega realizó dos movidas adicionales. Por una parte ofreció a las empresas una mano de obra abundante y barata. Por otra, transfirió, vía subsidios, remesas de capital destinadas a mantener la adhesión de los sectores laborales. Con lo que no calculó el autócrata fue que bajo la égida del capitalismo subsidiado, el sector laboral iba a crecer notablemente de modo que los reclamos sociales comenzarían a hacerse cada vez más continuos. Tampoco calculó que el desarrollo capitalista suele ir acompañado de cierta modernización, expresada en el aumento de sectores intermedios a los cuales pertenecen los estudiantes cuyos reclamos no solo son sociales sino, además, políticos.

El resto de la historia es conocido. Mediante la criminal represión, Ortega ha intentado eliminar las consecuencias sociales de su propia estrategia. Después de las horribles masacres cometidas durante el 2018, el “modelo Ortega” debe darse por fracasado. Desde ahí a Ortega no le queda otra salida que seguir el camino de Maduro (sin petróleo) así como Maduro ya sigue desde hace tiempo el camino cubano: asegurar y reproducir, al precio que sea, el poder de la clase dominante de Estado. Al menos Ortega cuenta con el mismo “factor positivo” que el flamante Díaz-Canel y, en medida creciente, que Maduro: una clase política opositora disgregada, dividida e incapaz de unirse en un solo frente de lucha.

Es cierto que Ortega ha sabido operar sobre el conjunto de la clase política nicaragüense formada por una infinidad de partidos y movimientos de tendencias contrapuestas. Pero también es cierto que esa misma clase política ha sido incapaz de formar un frente electoral unitario y solidario.

En Cuba, en cambio, la clase política nacional fue eliminada rápidamente. Después de la toma del poder por Castro en 1959, muchos militantes del potencial bi-partidismo (Ortodoxos y Auténticos) pasaron a unirse al movimiento 26 de Julio. Otros emigraron hacia Miami. Desde ahí, desligados de los verdaderos problemas de su país, cayeron en labores conspirativas. Su Waterloo fue la invasión a Bahía Cochinos el año 1961, hecho que sirvió a Castro para llevar hasta el final la depuración de la oposición interna, dentro y fuera del 26J. Hoy no existe clase política de oposición en Cuba.

Distinto parecía ser el caso de Venezuela. Como en pocos países que viven bajo una dictadura, llegó a formarse en contra del chavismo una fuerte oposición articulada en los partidos de la MUD. La victoria del 26-D, culminación de una larga trayectoria electoral comenzada el año 2006, fue vista por algunos como el inicio de la derrota definitiva del régimen. La línea democrática, constitucional, pacífica y electoral, propia al conjunto de la oposición, pareció continuar durante el movimiento por el revocatorio (constitucional y electoral) el que, al no ser aceptado por el régimen (no podía serlo) podía transferir su potencial hacia los eventos electorales que se avecinaban. Las jornadas callejeras del 2017, no hay que olvidarlo, surgieron en defensa de la AN y en contra de la falsa Constituyente. Fue en ese momento, cuando, desde fuera y desde dentro de la MUD, comenzaron a ganar terreno los sectores más extremistas, antipolíticos y anti-electorales de la oposición. Mediante un simulacro electoral, contagiado por una euforia masiva, otorgaron incluso un carácter sacramental a un documento que no podía sino ser simbólico, el por ellos llamado “mandato del 16-J”. La derrota en las calles, sufrida por muchachos mártires sin más armas que escudos de cartón, fue considerada por el extremismo opositor como la negación de toda salida electoral. Fue así que sin mística ni fuerza, la oposición regaló a Maduro las elecciones municipales y regionales.

A pesar de todo la MUD tuvo una posibilidad de oro para recuperar la vía política. Fue después del fracaso del “diálogo” de Santo Domingo. Las demandas no aceptadas por la dictadura ofrecían, en verdad, un magnífico programa para convertir a las elecciones presidenciales en un fuerte movimiento social y político. Pero la incapacidad de elegir un candidato unitario -exigido desde hacía tiempo por Henrique Capriles- dio al traste con la posibilidad de propinar a Maduro una fuerte derrota. Pocas veces, creo que nunca, se ha visto en la historia política una oposición que, habiendo tenido todo en las manos para alcanzar un triunfo, haya decidido retirarse abandonando la única vía que conocía, la única donde podía vencer, la única donde podía conservar cierta unidad.

No voy a insistir sobre el tema. Así como la oposición nicaragüense está siendo venezolanizada, la oposición venezolana está siendo cubanizada. Desde Miami, personajes con peso económico pero sin vinculación social ni política intentan, como ocurrió con los cubanos, erigirse en dirigentes, amparados en una supuesta “comunidad internacional” que nunca ha existido ni existirá, dando curso libre a fantasías que solo pasan por sus cabezas afiebradas. Por mientras, ya sin esperanzas, la población venezolana se desangra sobre una ola migratoria sin precedentes en la historia latinoamericana.

Queda todavía una oportunidad, la única posible para no perder lo poco que queda de la oposición venezolana. Hacia diciembre asoman nuevas elecciones. Por cierto, no hay ninguna razón para ser demasiado optimistas con respecto a una salida unitaria. La palabra unidad ha llegado a ser un comodín para salir del paso, aún para políticos que han hecho todo lo posible para romper con la unidad. La mayoría de los líderes opositores siguen sumidos en ese limbo de la nada al que los llevó el abstencionismo del 20-M. Nadie se atreve a tomar una iniciativa que no sea la de hacer frases “dignas” o llamar a paros destinados a parar a un país parado. Después del 20-M la situación no puede ser más deprimente.

Pero quizás, como en todas las cosas de la vida, hay que conservar todavía un gramo de esperanza. Lo digo, claro está, solo por decir algo.

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