Diseño de un crimen
Es posible que el Führer se haya volteado hacia el panzón Herman Göering, el asesino serial, y con esa risita medio contenida, que permitía que el mal aliento saliera como una culebra pestilente, larga e invasiva, le habría dicho que «los tipos de nariz ganchuda, demasiado cultos, con dinero que si no exhibían era porque lo acumulaban con avaricia para que los arios no pudieran disfrutarlo, debían ser exterminados». El infecto trozo de grasa que era Göering debía hipar entre la gracia que le provocaba su jefe y la morfina que le llegaba hasta la rabadilla, mientras oía la tesis sobre la que se basaría el exterminio en masa.
No es que los judíos fueran malos en la ilustrada versión de Hitler, no; es que los judíos eran el mal. Aquí y allá el Führer descongestionaba el intestino con acusaciones cada vez más miserables, amenazantes y terroristas. Desde su empinada popularidad, generó la inmensa nube tóxica que se esparció sobre Alemania y luego sobre Europa. El discurso antisemita se volvió atmosférico; era la manera de existir de una sociedad enferma; era lo que se convertiría en obvio. La aniquilación de los judíos a partir del discurso del poder fue, apenas, una cuestión de tiempo. El Führer había fijado el objetivo: el sistema se encargaría en su momento de abrir las válvulas del gas que desinfectaría al planeta de la plaga que atormentaba a su contaminado pueblo, cuya pureza procuraba.
Cuando se destapan las primeras acciones oficiales contra los judíos, con Hitler ya instalado en el poder en enero de 1933, los jefes nazis tratarían de disimular porque no había llegado el momento. Ya llegaría. Primero había que fijar el objetivo; crear la mecánica de la segregación; expulsar a los académicos de las universidades, a los empleados de sus oficinas, a los periodistas de sus diarios. Segregar. Convertir la discriminación en algo asumido por la sociedad como natural: de un lado, los judíos; de otro, la gente.
Los grupos de asalto, «los espontáneos», los círculos nazis, darían inicio al hostigamiento. Transcurrirían algunos años antes de desatarse la furia total y homicida de los nazis. La Noche de los Cristales Rotos en las que se quemaron incontables sinagogas y comercios, se mataron decenas de judíos y se encarcelaron decenas de miles, tardaría cinco años en llegar, en 1938. Las instrucciones de Goebbels en ese momento fueron claras: «El Führer ha decidido que… las manifestaciones no deben ser preparadas u organizadas por el partido, pero en la medida que erupcionen espontáneamente, no deben ser obstaculizadas». Ese día los líderes medios del partido nazi, los paramilitares SA y los integrantes de la temible SS se sumaron al ataque «espontáneo» contra la población judía. De allí al asesinato en masa no pasaría demasiado tiempo, en 1939 contra enfermos psiquiátricos, y hacia 1942, el apogeo de los campos de exterminio.
En la sociedad contemporánea el crimen enloquecido de los nazis no volverá a ocurrir en esa escala, pero la lógica del poder criminal sigue intacta aunque sus métodos varíen.
FIJAR EL OBJETIVO.
Maduro y los de su corte miserable han decidido que María Corina Machado, Henrique Capriles y Leopoldo López, constituyen «la trilogía del mal». Ellos son tres de los dirigentes que han encarnado las luchas de este tiempo en contra del autoritarismo salvaje de Chávez, ahora prolongado en forma más caricaturesca y tal vez más bárbara por Maduro, presa de su incompetencia e ilegitimidad. Maduro, al describir el trío como el enemigo, ha abierto la temporada de caza de fin de año en contra de los dirigentes democráticos. Ha dicho: esos son; los ha señalado con el dedo criminal del déspota.
Lo que había de seguir siguió, los «colectivos» inundaron Caracas de afiches con los rostros retorcidos de los tres denigrados. El llamado es a «reconocerlos», es decir, a saber que ellos son enemigos de la patria, culpables del desabastecimiento, la inflación y el crimen rampante que el régimen ha propiciado y que sin vergüenza alguna les atribuye.
Esa acusación de Maduro y la campaña de los «colectivos» falsamente espontáneos, está destinada a auspiciar o, en todo caso, tolerar un crimen contra tres ciudadanos venezolanos. Desde luego que de ocurrir algún ataque, el Gobierno «investigará hasta las últimas consecuencias» y algún bobo de la yuca será apresado como aquel que incendió el Reichstag y el Führer lo utilizó como excusa para iniciar la feroz persecución contra los opositores. Por cierto, el objetivo de Hitler entonces era convocar elecciones del Parlamento para tener una mayoría nazi de los dos tercios (digamos que a su modo era lograr el diputado 99) y aprobar una Ley Habilitante que consideraba indispensable para gobernar por decreto.
Fijado el objetivo, desatada la campaña, era natural que siguiera una lista de candidatos a la hoguera. Al día siguiente, en afiches similares a los mencionados, aparecieron rostros de empresarios.
¡Es que estos estólidos no saben vivir si no tienen una lista de a quiénes quieren perseguir!
LA INCUBADORA DE LA VIOLENCIA.
El régimen nació en un baño de sangre. Alguna vez Chávez invocó la sangre purificadora. El crimen desatado baña de sangre el país. Las bandas de asaltantes, en autopistas y caravanas funerarias, dentro y fuera de las policías, dentro y fuera de las cárceles, hacen de las suyas. Cada vez que habla Nicolás Maduro o su competidor, Diosdado Cabello, lo que hacen es amenazar: «que no se equivoquen», «sabemos dónde están», «no se podrán esconder», «no habrá contemplaciones», «después no se quejen»; advertencias que funcionan como preludio de un garrote que vendrá. Es una amenaza, sí; pero es una amenaza fundada en el miedo, en la imprecisa conciencia de que esto que ellos han representado se termina, languidece, se muere en medio del caos. Nunca pensaron que la moneda del imperio, el dólar, mediante su escasez o ausencia sería el verde fosforescente que anunciaría algo que si no es el final se le parece demasiado, su mueca torcida y sus dientes pelados y puyudos son idénticos.
Si a estos antecedentes y a este contexto se unen las incitaciones a la violencia para impedir la protesta popular y un lenguaje cada vez más agresivo, pudiera el gobierno estar en el intento de crear condiciones para la suspensión de las elecciones. Quien esto escribe confió alguna vez en que una tenue iluminación podría enderezar el rumbo de una nave al garete, pero el cambio tenía que haber sido deseado y el dúo Maduro-Cabello no estuvo en esa tesitura. Pero, aún si hubiese tiempo ahora, no tiene modo de hacerlo.
Lo que saldrá de este batiburrillo nadie lo sabe ni nadie lo controla. Hace rato ya no es un asunto de gobierno y oposición, sino de algo que lo supera: el reino del caos, inmanejable, brutal. Entretanto, cunde la insoportable y devastadora idea de que si esto no cambia, hoy será peor que ayer y mañana peor que hoy.