La brecha
Venezuela es rotura por donde se mire. Las peleas entre facciones, el cisma, los círculos cerrados, los feudos emocionales se van convirtiendo en áspero signo de los tiempos, justo cuando más falta hace el compasivo acercamiento. No deja de acechar la sombra de la no-sociedad, la sensación de nación disuelta. Otro coletazo, seguramente, del sistemático ejercicio de discriminación que el régimen ha alentado desde sus comienzos, esa idea del “nosotros contra ellos” que tanto daño provoca. Y aunque el poder central ha visto mermado su influjo, aunque ese sector inconforme se vuelve cada día más nutrido y menos dado a picar toscos señuelos, los responsables del destrozo se las han arreglado para que los vínculos que deberían multiplicarse entre los supervivientes de este vasto campo de exterminio se hagan también más precarios, más vulnerables. Divide et impera.
En país cuyos vasos comunicantes colapsan, dividido no sólo entre afectos al gobierno y quienes lo adversan (oposición a su vez distanciada entre sí, más que por sus tendencias, por sus heridas, fobias y extravíos), la primordial competencia por la conservación de la vida -el miedo a morir, el miedo a la desintegración, que no nos suelta- también marca nuevas distancias: entre los destinatarios del muy menguado CLAP, por ejemplo, y los que nada reciben; entre quienes emigran empujados por las circunstancias, y quienes siguen acá, ora por decisión personalísima, ora por falta de opciones. Entre quienes forcejeando con una economía maleada y ruinosa pueden disponer de algunos dólares y a trancos mantenerse a flote; y quienes no, obligados a trajinar con la desgracia de hacer milagros en bolívares pulverizados por la hiperinflación, cada vez más inútiles. Entre quienes malviven bajo el yugo perverso del burócrata, y quienes como parias mueren sin nombre, olvidados, sin ser advertidos por nadie. Entre quien, por tanto, puede aguantar unos meses, unos días más a pesar de la tragedia que a todos acogota, y aquel que sabe que cada minuto que pasa descuenta tiempo decisivo a su existencia.
Tenemos no una, en fin, sino muchas realidades que parecen excluirse mutuamente, que no se encuentran, y cuya concurrencia irónicamente induce a un sucesivo aislamiento respecto a la “gran realidad”.
Todo brinda excusa para el despedazamiento, todo tiende a separarnos. Ah, pero en el tajo hay quien pesca jugosos botines. Para contento de los mandamases (y ya que sus afanes por fabricar obedientes “hombres nuevos” boquea por falta de fuelle) en medio de esa sangría avanza la adaptación forzosa, la normalización de la patología, eso que configura la amenaza del conformismo. Así los reacomodos internos van asegurando la reproducción del modelo social anómalo y conspirando contra la cohesión.
En la diversificación de las brechas seguro habita el sueño de todo destartalado autoritarismo, el de esta revolución “humanista” que goza azuzando a nuestros furtivos lobos. Una masa trozada por sus particulares estancos acaba por desatender el espacio público (muchos, ante el menguado impacto que ha tenido la política en la resolución del drama real, diario, terminan viéndola como un estorbo) o lo intoxica de despecho antipolítico, de pathos desordenado, de intolerancia, exclusión y fanatismo. Lo que debería ser debate amplio y sereno trueca en retahíla de acusaciones en el que si no puede fluir la razón, muchos menos lo harán los consensos.
Aunque implique propinar otro desgarro, en esa cultura de la división tenemos que hurgar profundamente. Que “la comprensión no significa negar lo que resulta afrentoso”, avisa Hannah Arendt: duele admitir, quizás, que uno de los giros de la emergencia humanitaria compleja y el brutal abandono que distingue al Estado fallido ha sido no sólo la vuelta a ese hobbesiano estado de naturaleza que empuja a hacer cualquier cosa necesaria para preservar la vida de cada uno, sino la instintiva aceptación de la guillotina del darwinismo social, la eliminación de los “menos aptos”, el sufrimiento diferenciado que vuelve extranjera la urgencia del otro, aunque no lo queramos.
¿Qué hacer? ¿A qué antídotos recurrir para evitar ser engullidos por la doméstica necesidad y el aislamiento, para resistir juntos mientras surge algún remedio que frene tanto estropicio individual y colectivo?
Antes de vislumbrar grandes gestas es preciso transitar primero el espacio íntimo. Ejercitar la piedad, ese Yo que emerge en la conciencia de un Nos-otros. Ponerse en el lugar del prójimo; mentalidad ampliada, dice Arendt. Interpelarnos cada vez que sea necesario, no desentendernos de la nueva monstruosidad que hoy pasa de largo, que hoy apenas nos roza. Sumar partes en un todo funcional, reparar el daño de cada brecha dependerá, eventualmente, de esa disposición para la “soliditas”, la solidaridad que tiende a re-unir lo que los felones tan diligentemente han separado.
@Mibelis