Opinión Nacional

Antes y después de Chávez, nuestra mínima moral

250.000 muertes debidas a la complicidad y la desidia de los hombre de Chávez no se comparan, cuantitativamente, con los 6.000.000 de judíos gaseados por Hitler. Pero constituyen, junto a los innumerables estupros y saqueos al tesoro nacional y la traición sin nombre a nuestra soberanía, un punto de ruptura irreparable con nuestra historia bicentenaria. Hay un antes y un después de Chávez. Así el después aún esté por escribirse.

Asombra, y a veces hasta divierte, escuchar con que inmoral naturalidad los venezolanos decimos que el principal problema de la Venezuela post chavista es “el problema moral”. Se lo señala de manera tan liviana y en passant que “el problema moral” es asunto equiparable al desabastecimiento de papel toilette y a la carencia de divisas. Un problema entre otros. Ni siquiera en el rango de las urgencias categóricas, como la falta de leche o harina pan. Pero que, en el caso, atañe a una realidad deletérea, espumosa, evanescente y como fantasmagórica llamada “moral”. Como si a la hora de sentarse a la mesa, además de faltar el vaso de leche, los huevos o la arepa, faltara una bandeja con una cosa llamada “moral”.

Bolívar, referencia obligada y un tanto absurda cuando de reflexionar sobre nuestra naturaleza se trata, también tocó, naturalmente, el tema. Hermanándolo, y no le faltaba razón, con el de las luces. Seguía los predicamentos del siglo XVIII, al que pertenecía en propiedad, el así llamado “Siglo de las Luces”. En donde luces no se refería al fenómeno de la claridad, natural o artificial, con la que los hombres podían existir cuando los envolvía “esa noche oscura y tenebrosa”, sino a la iluminación del intelecto, a la sapiencia, al conocimiento, a la cultura. En otras palabras: al despertar enciclopedista que sirviera de artillería para derrumbar viejos mitos, prejuicios y anquilosadas estructuras del absolutismo y abrir la civilización a los principios de la nueva era: la libertad, la igualdad, la fraternidad. Pero por sobre el reemplazo del Dios de los Cielos por el Dios de la Razón.

No conozco estudios sobre el problema moral en la teoría y la práctica de Bolívar. Disociadas y vuelta a acoplar de manera acomodaticia según las circunstancias, como corresponde a un político y a un soldado, que jamás dejó de ser ambas cosas. Fue de un ascético y furibundo moralismo contra Miranda, quien no lo fue con él si bien merecía el fusilamiento por abandono del cargo en medio del temporal, cuando por la cobardía con que se limpió las manos de su desastre en Valencia pretendió fusilarlo en La Guaira. Para terminar cambalacheándolo por un pasaporte para escapar de las garras de Monteverde tras la máscara de la lealtad y el engaño. Ni con el cura Madariaga, al que además de tratar de loco porque no se arrodilló ante su soberbia militarista condenó al destierro, la pobreza y la muerte, si bien salvándolo del destino que le impuso a Piar, quien corrió con peor suerte. Tal vez porque era negro. Quien estudie su vida – y no necesita convertirse en un experto – tendrá que coincidir que su vida de calaveradas, locuras y ambiciones no fue un dechado de rectitud moral, sino un volcán enfebrecido por el afán de Poder, la ambición y la Gloria. Deus in terra.

Cuando se sigue el hilo de nuestros modelos de comportamiento social, sobran las virtudes guerreras. Claro está: siempre contra los enemigos internos, jamás contra el vecindario, que como bien dijera Rómulo Gallegos, somos belicosos, no belicistas. Faltan de manera escandalosa las virtudes morales. Y el patriotismo. Salvo en aquellos que precisamente por ello fueron despreciados y lanzados al basurero de la historia, como Andrés Bello, José María Vargas, de alguna manera el mismo general Páez. Que por patriota y nacionalista no tuvo más remedio que pelearse con Bolívar. Y así a lo largo de nuestra historia: eran cosas sabidas y por saberse, como escribiera Cecilio Acosta, otro de los despreciados. Y la fila de perdedores que pretendieron moralizar al país y terminaron fusilados. Como el general Antonio Paredes, “asesinado por orden de Cipriano Castro en la madrugada del 15/16 de febrero de 1907, frente al apostadero de Barrancas a bordo del vapor “Socorro” de la Armada Nacional, en aguas del Río Orinoco”, como reza al pie del retrato de un soldado de frente despejada, ceño desafiante, mirada melancólica y un aire como de tristeza incorruptible, que abre su obra CÓMO LLEGÓ CIPRIANO CASTRO AL PODER, prologado por nuestro querido Ramón J. Velásquez y dedicado con unas palabras que por elemental discreción no reproduzco.

Hay una contra historia de la Venezuela corrupta, en gran parte de su decurso, así nos pese: la de los ganadores. Es la historia de los perdedores. Es la de quienes no hicieron de la moral y las luces una proclama, sino fe de vida. Uno de ellos es Antonio Paredes, uno de los venezolanos más admirables de nuestra poco admirable historia. Pero hay muchos más. Uno de mis libros de cabecera es el de José Rafael Pocaterra, Memorias de un venezolano de la decadencia. En su cuarta edición, la de 1937 de la Editorial Elite, de Caracas. Desfilan por sus páginas como en cortejo de difuntos las atrocidades de un tiempo crepuscular. Y otro, el de un joven historiador, Tomás Straka (1972), que tuvo la maravillosa idea de escribir sobre aquellos que perdieron la batalla por el mantenimiento de la provincia y la fidelidad a la Corona: La voz de los vencidos. Una voz que corre como un hilo tenaz por el subsuelo de esta Patria gangrenada. Hasta el día de hoy.

Hay, desde luego, muchos más. Toda nuestra historia, como por lo demás toda historia humana, es una de vencedores y vencidos. Y no porque vencieron era su Venezuela mejor que la de quienes fueron sometidos por la fuerza de las circunstancias. Tal vez por haber confiado demasiado en la moral y la luces. Esa fuerza aplastada que estuvo detrás de los vencedores: Monagas, Guzmán Blanco, Joaquín Crespo, Cipriano Castro y Gómez. Y si me apuran, detrás de Rómulo y la Revolución de Octubre, que quiebra con un tajo irreversible, profundo e insalvable la Venezuela liberal que hubiera podido ser y no fuera de la que terminaría asentando la República que, no por azar, hoy agoniza en la corrupción y las tinieblas.

Sé que es un absurdo, pero me lacera la pregunta acerca de lo que sería nuestro presente si a Chávez, como sucede imaginariamente por cierto en un spot publicitario de la Mercedes Benz con un Adolfito Hitler atropellado y muerto en su infancia, los soldados institucionalistas no le hubieran perdonado sus graves primeras faltas disciplinarias y lo hubiera arrancado de cuajo del ejército, en lugar de enviarlo al interior a empollar sus conspiraciones; si al develarse sus andanzas los soldados de Herrera o de Lusinchi lo hubieran expulsado de las filas; y si ya golpista, los de CAP o los del segundo Caldera lo hubieran secado en la cárcel, o incluso, si el 11 de abril sus ex compañeros de armas lo hubieran condenado a pasar su vida encadenado, como lo merecía la más peligrosa de las alimañas de nuestra modernidad incubada en sus cuarteles.

Es tal el fardo de la inmoralidad que pesa sobre las espaldas de un joven venezolano de hoy, después de Chávez, que no puedo menos que recordar lo que escribiera uno de mis maestros, el pensador alemán Theodor Adorno, en su Minima Moralia: Auschwitz es un punto de inflexión y ruptura irreparable en la historia de la civilización: ”Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie, y eso mismo impide darse cuenta de por qué se ha hecho imposible escribir poesía después de Auschwitz.” El mal de la crueldad mordiéndose la cola de la crueldad del mal.

250.000 muertes debidas a la complicidad y la desidia de los hombre de Chávez no se comparan, cuantitativamente, con los 6.000.000 de judíos gaseados por Hitler. Pero constituyen, junto a los innumerables estupros y saqueos al tesoro público y la traición sin nombre a nuestra soberanía nacional, un punto de ruptura irreparable con nuestra historia bicentenaria. Hay un antes y un después de Chávez. Así el después aún esté por escribirse.

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