El misterio de la verdad
A medida que controlan medios de comunicación y que hacen buuuuhh… para obligar a que les crean, pierden terreno. No es de dudar que existan habitantes de la burbuja roja que admitan los cuentos de la coexistencia pacífica de Blanca Nieves y los siete enanos libidinosos o los de la inoculación del cáncer por vía subcutánea; pero no son esos a quienes el régimen quiere marear; son otros. Los jefes de este bochinche se ponen trascendentales; miran al infinito en franca comunicación con la posteridad y afirman, solemnes, que el sol se pone por el oeste, y nadie les cree. Como alguna vez sostuve en relación con Chávez, no se les cree porque mienten hasta cuando dicen la verdad.
Controlan medios de comunicación, cierran televisoras y radios, compran con la mano de goma de los testaferros cuanta estación pueden, hacen cadenas sin parar, dicen y dicen sin continencia, pero la percepción es la de una falsedad, una impostura, una simulación, un no sé qué oloroso a fraude y escamoteo.
La única solución que se les ocurre a estos estrategas es aumentar la frecuencia de sus parloteos y cerrar las opciones de sus enemigos. En el límite podrían hablar ellos solos; podrían cerrar todo espacio alternativo, y todavía no se les creería.
LA GALAXIA ERRANTE.
Si usted se consigue a un caballero, digamos en un café, y éste le informa que a un familiar suyo le inyectaron un cáncer, más adelante le dice que la tubería del baño se rompió y que tiene la certeza de que lo hizo un saboteador furtivo, si además el sujeto le expone que anda de incógnito porque supo que unos colombianos tenían su foto y lo iban a matar, y si agrega que una gran empresa internacional quiere arruinarlo, sin duda se puede suponer lo que usted haría. Le hablaría con delicadeza, así como suavecito, sin sobresaltarlo, le daría una infusión de valeriana con Ativan y procedería a llevarlo al terapeuta más cercano. Diagnóstico imbatible: loco de metra.
Sería, sin embargo, demasiado fácil despachar a los próceres actuales con la fórmula de la locura. Lo peor es que no están locos, al menos no todos, sino que en el proceso de perpetuarse en el poder han creado una historia que de tanto contársela unos a otros, la terminan imponiendo como referencia. Poco vale si la creen o no, pero así la viven. Los ejemplos abundan, pero se citarán apenas dos. El primero es el del golpe de estado de 1992. En la burbuja semántica de los iniciados no era de buen ver admitir que fue un golpe porque, entre otras cosas, con las mismas causas podrían justificarse nuevos golpes; por lo tanto lo que para cualquier observador fue y sigue siendo un sangriento golpe de estado, poco a poco en la ampolla roja se le ha convertido en una rebelión tan angelical, inofensiva y silenciosa como un flato de monja. El segundo ejemplo es de la imponente rebelión ciudadana en abril de 2002, asediada por los pistoleros de Llaguno, consagrada por el TSJ de entonces como un «vacío de poder», con renuncia y todo -«la cual acectó» (sic)-, y que se ha convertido dentro del cerrado sistema de referencias de los bolivarianos, en un vulgar y brutal golpe de estado. Pedro Carmona, que no llegó a ser Presidente de nada, pasó a ser convertido en el terrible dictador que según la superstición bolivariana, habría sido el culpable de atrocidades sin límites desde un cargo que nunca ejerció.
Ya no importa si se creen o no sus invenciones. El hecho esencial es que actúan como si se las creyeran y a partir de allí montan la escenografía de los pobrecitos, asediados por los medios de comunicación «de la derecha» (que casi no existen ya) y necesitados de defenderse de la ofensiva burguesa que los asfixia. En medio de su trágico estreñimiento intelectual, los próceres informan al país de opiniones, falsas investigaciones, hipótesis, fábulas y cuentos de camino, para contrarrestar con «la verdad» una «mentira» opositora que no tiene forma de difundirse, dado el control que ejercen de los medios.
PERO… TIENEN RAZÓN.
En cierto sentido tienen, si no razón, razones. Fracasan, por más esfuerzos que hacen y por más ministros que se turnen en el oficio de llamar «fascistas» a sus enemigos. Tienen los instrumentos en su poder y fracasan. Piensan que la solución es tener más medios de comunicación en sus manos y fracasan.
Para creer lo que dicen hay que compartir los supuestos desde los que hablan. Si usted cree que esto es una revolución, que todo está mejor que antes, que lo que no está bien es culpa de Obama o de María Corina, que los únicos problemas derivan de diminutas fallas que con discretos ajustes serán superadas; si además cree que desde la eternidad el Comandante guía los pasos y que Él, Bolívar y Jesús son Uno y Trino, pues naturalmente admitirá todas las historietas de Nicolás. Pero si usted falla en aceptar al menos uno de esos misterios gozosos, pues esa narración le parecerá una descomunal chapucería. Para creer en lo que dicen antes hay que creer en los fundamentos extravagantes de lo que dicen.
El otro problema gravísimo que tiene el régimen es que transmite involuntariamente mensajes contrarios a los que verbaliza. Piensan que se la comieron con el cierre de RCTV, con haberle torcido el brazo y apretado las criadillas a los demás canales; estiman que han hecho una conquista galáctica con el puré incomible que han logrado de Globovisión y con las emisoras de radio que se han cogido, entre varias hazañas comunicacionales. La realidad es que el silencio de RCTV, el falaz equilibrio de otros canales, el expolio en vivo y directo de Globovisión, transmiten una ausencia, un despojo, una muerte. El mensaje que transmiten no es lo que Nicolás dice, sino lo que no aparece, lo que le quitaron al país. El silencio que envían es mucho más sonoro que las cubanías con las que la usurpación trata de convencer. Son huecos negros que se tragan la atención que el régimen no encuentra como capturar. Por eso es que confiscan un medio e inmediatamente su rating se desmorona; lo primero que llega es el silencio, la censura que encubre el mensaje, antes que los gritos histéricos de algún jefe escarlata atragantado de revolución.
La verdad es un efecto de poder, pero el poder no es la represión, aunque pueda implicarla. El poder es una maraña sutil de alianzas, sinapsis, (corto) circuitos, encuentros y desencuentros, en un ámbito que comparten «amigos» y «enemigos».
Cuando la represión sustituye las sutilezas del poder político como base de «la verdad», esta adquiere el rostro estrafalario de la artimaña. Al final, Goebbels, el genio de la propaganda y maestro de todo fascista, desde el búnker de los suicidas ya no podía convencer.