Corrupción
Luego de pasar unos días en la playa vuelvo a encontrarme con la persistencia con que el oficialismo anuncia su “guerra a la corrupción”. Pareciera que quieren hacernos creer que, ahora sí, la cosa va en serio. Pero son muchas las razones para dudar que ello sea cíerto. En primer lugar, por la oportunidad de esta repentina cruzada, a escasos meses de la elección de autoridades municipales. Más plausible sería pensar en un intento por revertir el deterioro de su imagen ante el electorado y recuperar la semblanza de adalides de la moral pública con que Chávez conquistó el poder en 1998. Sobre todo, cuando se lanza esta “guerra” en el marco de un régimen que ha producido los hechos más escandalosos de corrupción que se recuerden, denunciados una y otra vez por voceros de la oposición democrática. Difícil, si no imposible, este ejercicio de equilibrar el reclamo de ser legítimos herederos del finado y de todo lo que significó e hizo, con el hecho notorio que la corrupción que se pretende erradicar es obra de su gobierno.
Pero para lo anterior, los Robespierres bolivarianos tienen una “contra”, que constituye la segunda razón para dudar de su sinceridad en estos menesteres anti-corrupción. Para el oficialismo, la corrupción es cosa de la oposición. Así, el diputado rojo rojito, Darío Vivas, lo define como “un flagelo que arrastra la derecha”, arrogándose implícitamente, de paso, una condición de “izquierda” que contrasta visiblemente con el oscurantismo, la negación de derechos humanos y civiles, el militarismo y el atraso, de la supuesta “revolución” que tanto defiende. Más grave, son las celadas urdidas contra Juan José Caldera, el forjamiento de pruebas para inculpar al diputado Mardo, y las amenazas de encauzar, no se sabe con qué alegatos –la capacidad de inventar y falsear hechos de los fascistas no deja de sorprender-, a otros líderes democráticos, incluyendo a María Corina Machado y el propio Henrique Capriles. No se trataría de acabar contra la corrupción, sino de usarla como excusa para intentar sacar del juego a opositores incómodos.
La tercera razón para sospechar de las intenciones de Maduro y su combo es su empeño en que le den “poderes especiales” a través de una Ley Habilitante, para proceder contra este flagelo. Como si el marco legal existente no fuera suficiente, como si no proveyese las herramientas adecuadas para actuar, con toda la contundencia del caso, en contra de quienes, a plena vista, se han favorecido con los recursos del Estado. ¡Bien bueno que se hayan procesado unos cuantos “enchufados” menores con estas leyes! ¿Por qué no proponer un acuerdo nacional con las fuerzas democráticas para luchar de verdad contra este mal, sea dónde sea que ocurra? No hay la voluntad política para ello. Los venezolanos tenemos sobradas razones para dudar de la idoneidad de una Ley Habilitante para proseguir el objetivo que fuese, bajo el actual gobierno. Basta solamente recordar los poderes especiales otorgados a Chávez hace algunos años con la excusa de enfrentar la situación de emergencia causada por las lluvias, con los que aprobó tramposamente muchas de las propuestas derrotadas en el referéndum sobre el cambio constitucional del 2-D 2007. Nuevamente se manifiesta desde el gobierno el desprecio contra los venezolanos al creernos tan pendejos como para caer de nuevo en esta trampa.
Pero la cuarta razón para poner en entredicho los propósitos anti-corrupción del oficialismo es la más terminante. Es que la naturaleza intrínseca del proceso puesta en marcha por esta “revolución bolivariana” ¡es la corrupción! En general, la ejecución del chavismo desde el poder ha sido la de corromper las instituciones del Estado de Derecho, procurar su degradación, desdibujamiento y demolición, para poner a los poderes públicos a su servicio excluyente. De eso trata precisamente el régimen de expoliación que, de manera tan denodada, han venido instrumentando a través de los años. En nombre de “los fines superiores de la revolución” y de los “intereses supremos del pueblo oprimido”, han acabado con todos los baluartes y contrapesos que se interponían a su usufructo discrecional, privativo, de la cosa pública.
Y no se trata de un juego de palabras para colocar el balón en el campo del gobierno. Cuando hablamos de la corrupción de las instituciones del Estado de Derecho estamos haciendo referencia, entre otras cosas, al secuestro del Poder Judicial, de la Fiscalía, la Contraloría y la Procuraduría para que no tenga lugar denuncia alguna de corrupción presentada por las fuerzas democráticas, por más documentada que esté. La corrupción de los poderes públicos significa que la Asamblea Nacional, mientras cuente con mayoría oficialista, rechace investigar los notorios y vergonzosos casos del maletín de Antonioni, del negociado hecho con las miles de toneladas de comida podrida de PdVAL, de las confesiones de Makled en torno a sus vinculaciones con altos personeros del gobierno y de las fuerzas armadas, de los millones trasegados por Bandes a una casa de bolsa en el extranjero, del fondo de prestaciones de PdVSA esquilmado por “personeros de confianza” de PdVSA, y pare usted de contar. La corrupción del Estado de Derecho significa, entre otras cosas, la designación a dedo, sin licitación alguna ni rendición de cuentas ante el Poder Legislativo, de jugosos contratos públicos con empresas mayormente extranjeras, a cambio de su anuencia política y su silencio cómplice ante las generosas comisiones con que pagan el “favor” prestado. La corrupción de las instituciones públicas se manifiesta a gritos con el voluminoso expediente que denuncia el cúmulo de irregularidades cometidas por Diosdado Cabello mientras estuvo al frente de la Gobernación de Miranda, que duerme el sueño de los (in)justos en la antesala del TSJ. Corrupción significa hacerse la “vista gorda” ante las imputaciones hechas desde el extranjero contra el “cartel de los soles” que implican a oficiales de alta jerarquía que se han autoproclamado “chavistas”. También es utilizar el Poder Judicial para “resolver” vendettas personales y políticas. La corrupción del Estado implica la aquiescencia ante el nepotismo descarado de la “Primera Combatiente”, Cilia Flores, al colocar a numerosos familiares en la Asamblea Nacional mientras presidía esa corporación, violando disposiciones legales en contra. Corrupción es el usufructo discrecional que siguen haciendo miembros de la familia de Chávez, cinco meses después de muerto, de instalaciones del Estado como La Casona. Es el silencio ante los manejos turbios que se le achacan a Pedro Carreño en el ejército, y que habrían motivado su expulsión de ahí. En fin, ¿Cómo puede ser que entre los abanderados de la “guerra” oficialista contra la corrupción tengan beligerancia Carreño y Cabello?
La no rendición de cuentas, la ausencia absoluta de transparencia en el manejo de los recursos públicos y la eliminación del juego contralor que otorga el equilibrio de poderes autónomos, constituyen un caldo de cultivo fecundo de la corrupción. ¿Guerra contra la corrupción por parte del gobierno de Maduro? Mejor pidamos un voto de castidad a las honorables señoras que laboran en los prostíbulos.